Opinión | EL DESLIZ

Vivo en un barrio boutique

Una parte del parque temático ha añadido a sus inmuebles un toque de distinción chic que consiste en pocos metros a precios estratosféricos

Una mujer compra en una boutique

Una mujer compra en una boutique

"Ahí no entramos, que es una boutique", me decía mi madre cuando íbamos a comprar el pantalón y el jersey del año. Tiendas refinadas, con muy pocas prendas y una señora al frente que te miraba adivinando que no llevabas en la cartera dinero suficiente para adquirir ni lo más barato de su selecto catálogo, si cabías en las tallas que colgaban en las perchas de terciopelo. No éramos nosotros gente de boutique, para qué decir otra cosa. Sin embargo, el concepto boutique se ha adueñado de mi barrio. Boutique concept, que diría una moderna empleando los dos términos que más sarpullido me provocan últimamente. Añades boutique a la palabra hotel, y ya no lo puedes pagar. El centro de la ciudad y también los bonitos cascos históricos de los pueblos se han llenado de este tipo de establecimientos que solo pisarás cuando cumplas otra década y tus amigos se junten para hacerte un regalo. En el mejor de los casos podrás pernoctar en ese hotel boutique que pensabas que había cerrado de sombrío y silencioso que está su elegante vestíbulo minimalista; si no, te puedes tomar un brunch (un culinary concept de pasar hambre a media tarde) y usar el solarium (sentarte al sol apoquinando). Los hoteles boutique a los que llegan visitantes en sus minis descapotables porque suelen ubicarse en calles estrechas, están contribuyendo a la despoblación de urbes y pequeños lugares. La gentrificación es un concept del que ya no se habla por pura resignación. Que se queden el centro, no pienso ir por allí si veo por la ventana que han llegado otro par de cruceros de diez pisos, piensas. Pero no. Las tendencias repijas en materia inmobiliaria se reproducen por esporas y se instalan donde quieren. O donde les dejan, que es en todas partes.

En mi barrio marinero invadido desde hace años por residentes extranjeros, nómadas digitales y prejubilados con posibles ahora se ofrecen viviendas boutique. Se tira una casita de planta baja que supuestamente forma parte del paisaje idílico que enamora a los adinerados, y se construyen en su lugar dos pisos carísimos que podrían estar en el Mediterráneo o en Oslo. Se consigue el último solar plurifamiliar y se prometen doce chaletitos boutique. Pequeños, con piscina propia, terraza y unos ventanales gigantescos porque quienes los pueden pagar vienen de países con días que parecen noches. Las características de la experiencia vital boutique se propagan con rapidez. Los balcones de barrotes de toda la vida se cambian por barreras de plexiglás, las persianas mallorquinas por celosías de maderas que se pudren en dos días, las fruterías añaden panes carísimos con semillas estrafalarias y los negocios se cierran porque la finca entera la ha comprado sin verla un "inversor". En las casas boutique no vive nadie, igual que en las boutiques de mi infancia casi nunca había clientes y eso nos parecía una señal de distinción. Permanecen vacías la mayor parte del año, después de meses de obras y ruidos para ampliar sus ventanas y colocar los motores de sus piscinas en las azoteas. En el barrio boutique te hacen una foto desde su terraza dos señores vestidos de blanco ibicenco que se toman un aperol spritz con el ordenador en la mesita, cuando vuelves del colegio. Los indígenas vamos corriendo a una extraescolar y nos topamos con un vecino boutique en albornoz y gafas de sol que camina descalzo por el asfalto. "Pobrecito, va en bata, ¿se habrá perdido?", se pregunta mi hijo.