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Pamplona, 50 años después

Pamplona ha cambiado de forma admirable en este tiempo y, como otras ciudades españolas, sobre todo las norteñas, ha adquirido el aspecto de ciudad media europea capaz de ofrecer al ser humano, como ya sabía Aristóteles, las mejores condiciones para una vida plena

PAMPLONA

PAMPLONA / Turismo de Navarra

En 1972, hacia el final de la Dictadura, cuando la camarilla que rodeaba a Franco se radicalizaba hasta reconectar con las feroces actitudes de postguerra, el industrial Juan Huarte financió en Pamplona unos encuentros culturales de dimensiones mundiales. Su finalidad era presentar en la ciudad de los sanfermines toda una gama de creadores y pensadores de la vanguardia mundial y ponerlos en contacto con lo que en España pujaba por salir a la luz. La ciudad de Pamplona quedó inundada de intervenciones artísticas. La plaza del Baluarte conoció una instalación formidable de José Miguel De Prada que albergaba los encuentros bajo cúpulas interconectadas, simbolizando la molécula viva expansiva de la cultura.

Aunque los puntos fuertes de los encuentros fueron las artes plásticas urbanas, la música y el cine, el impacto fue general y la ciudad transformó su autopercepción. Pamplona no fue internacional por los sanfermines. Ahora lo era porque sabía reunir lo mejor de la cultura mundial y acogerla con una cordialidad productiva. Por eso aquellos míticos encuentros han quedado en la memoria de la ciudad y constituyen un hito en la evolución del arte y de la cultura en España. Mostraron una ciudad que gozaba de una inédita libertad y anunciaba un nuevo tiempo que pronto comenzaría a extenderse por todos los rincones del país. Los encuentros no significaron una intervención política inmediata, pero ETA respondió secuestrando al hijo de Huarte. Al final, los encuentros alcanzaron una dimensión política contraria al nacionalismo y al PCE dominantes, pero sobre todo rompieron el corsé con el que la Dictadura quería oprimir la vida pública española. Abrieron así un camino a una cultura de vanguardia internacionalmente conectada.

A los cincuenta años de aquellos encuentros, el Gobierno de Navarra ha promovido el jubileo de aquel acontecimiento con un programa impresionante que recoge el espíritu de aquel lejano año de 1972. Pamplona ha cambiado de forma admirable en este tiempo y, como otras ciudades españolas, sobre todo las norteñas, ha adquirido el aspecto de ciudad media europea capaz de ofrecer al ser humano, como ya sabía Aristóteles, las mejores condiciones para una vida plena. Y ofrece un extraordinario símbolo de la complejidad que ha alcanzado este país, comprender que el mecenazgo casi único de Juan Huarte ha dado paso a la cooperación de un nutrido conjunto de instituciones públicas y privadas. La ciudadanía ha respondido con generosidad a todas las actividades, consciente de participar en un momento memorable de la historia cultural de su ciudad.

En música, en arte, en cine, en literatura, se ha presentado un programa monumental de cincuenta páginas. Su complejidad es increíble. En el ámbito del pensamiento, se ha contado con celebridades mundiales como Peter Sloterdijk, Adriana Cavarero, Donatella di Cesare o Massimo Cacciari. Los temas han ido desde repensar la democracia a identificar los signos de los tiempos. Por mi parte, mantuve una conversación con el conocido ensayista y escritor László Földényi, que mantiene en pie la gran tradición del ensayismo húngaro desde que Lukács nos ofreció ese libro genial que es El alma y las formas. Nuestro tema fue Europa.

Escuché con atención los argumentos y reflexiones de Földényi sobre la situación que la guerra de Ucrania le merecen. Frente a lo que podría parecer por el título del coloquio, La deriva de Europa, Foldanyi se mostró confiado en la respuesta europea a la situación de guerra y manifestó su alegría por el hecho de que las primeras dudas alemanas se disolvieran ante la ferocidad de los ataques rusos. No tenemos derecho a recomendar una vivencia más relajada sobre esta guerra monstruosa a los pueblos que comparten frontera con Ucrania. Los húngaros saben que ellos serían los próximos en sentir el insoportable peso del dominio imperial ruso -un motivo de reflexión para nuestros ideólogos imperiofílicos-, si el dominó comenzara a caer tras la derrota de Kiev. Es lógico que exijan a Europa que impida esa derrota catastrófica por todos los medios. Pero el tipo de guerra que practica Rusia en Ucrania podría extenderse a cualquier ciudad europea, ya que resulta impune, cruel y asimétrica. Y sabemos que una respuesta pareja desencadenaría una guerra nuclear de incalculables consecuencias.

Así las cosas, hablar de la deriva de Europa parece un título puesto con anterioridad al inicio de esta guerra. En la hora de las grandes decisiones, Europa, tras los errores suicidas de la crisis de deuda de 2008, ha estado más a la altura que los Estados nacionales. Especialmente nosotros, españoles y húngaros, deberíamos más bien quejarnos de quienes, como Orban, se niegan a ayudar a Ucrania, o de quienes bloquean las posibilidades de ordenar el poder judicial de una manera solvente.

Esto no es poca cosa. En mi argumentación, Europa es sobre todo un entramado jurídico militante que debe ofrecer un régimen de garantías de los derechos humanos fundamentales. Es un tipo de poder nuevo en la historia, aparentemente frágil e inseguro, pero anclado en circuitos sociales, políticos, económicos y culturales vivos, que forman un enorme entramado rizomático de mediaciones comunicativas, algo que puede ser eficaz para evitar a la vez los excesos de un gobierno personalista y las exposiciones a vaivenes sentimentales. Este nuevo régimen de poder orientado por el derecho puede ser lento, pero su anclaje en la realidad le impedirá ir a la deriva. Y nuestra esperanza es que ese derecho europeo, con sus fuerzas coactivas indirectas adecuadas, sepa meter en cintura las veleidades antidemocráticas de tantos Estados nacionales, ellos sí, ciertamente a la deriva.      

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