Opinión | PARECE UNA TONTERÍA

Morir solo

A veces, estar rodeado de gente apenas sirve para estar más solo que nunca

Imagen de archivo de la firma de un testamento.

Imagen de archivo de la firma de un testamento.

Justo antes de comer, hace dos domingos, mi padre me puso delante de los ojos unos papeles. "¿Qué es esto?", pregunté. "Tú lee", dijo. Se trataba de su testamento. "Es una nueva versión", comentó. Incluía instrucciones más precisas que el anterior sobre cómo debía gestionarse su muerte, qué hacer con su cuerpo y cómo repartir sus bienes. "Muy chulo", dije, mostrando conformidad. Ya no se habló más del tema: la comida estaba en la mesa. Pero el documento quedó flotando a mi alrededor, como esos mosquitos que no te apartas dando manotazos sin más. A mitad de semana empecé a pensar que si fuese a morirme pronto, digamos que el 25 de octubre, por poner una fecha exacta, y no demasiado lejana, no sabría qué hacer con mi cadáver, ni cómo repartir mis bienes. ¿Serían todas mis posesiones para mis herederas? ¿O querría que algún colega se quedase mi gabardina favorita o la colección de libros de Papini? Todo estaba por pensar. Sondeé a cuatro amigos y todos se hallaban en la misma situación. "No contemplo mi muerte", respondió uno de ellos.

Quizá haya temas que uno puede dejar que resuelvan otros. Por ahora, me conformo con que encuentren mi cuerpo y lo quiten de en medio. Creo que me da miedo no tanto morir como que nadie se entere. Hace años me traumatizó el caso de María del Rosario, una mujer de 56 años que vivía sola. Murió en el pasillo de casa. Estaba vestida y descalza, y tenía su bolso a mano. Transcurrió el tiempo. Nadie la echó en falta. En el banco había dinero, así que el propietario del piso siguió cobrando el alquiler. Después de cinco años, cuando se agotó, se emitió orden de desahucio y cortaron la luz y el agua. María del Rosario siguió en el pasillo. Unas extrañas condiciones ambientales momificaron su cuerpo. En el buzón se acumulaban cientos de cartas; en el garaje, el polvo cubrió su coche. A los vecinos les parecía raro, pero solo a los seis años alguien denunció su desaparición. A veces, estar rodeado de gente apenas sirve para estar más solo que nunca. Y eso es terrible.