Opinión | ESPEJO DE PAPEL

Javier merece no ser traspapelado

La obra escrita, volandera, que Marías plasmó en los periódicos fue un testimonio de libertad de escritura y de ciudadanía

El escritor Javier Marías.

El escritor Javier Marías. / J. P. GANDUL

La muerte es el susto irreparable, un abrazo maldito del destino, que hace un mes ahora, y siempre parecerá ayer, borró de la vida a Javier Marías, al que muchos de sus amigos abrazaron con palabras en el Círculo de Bellas Artes este último viernes. Queremos tanto a Javier Marías, podríamos decir como dijimos de Julio Cortázar, cuya desaparición física jamás ha borrado la calidad de sus invenciones, como ocurre y ocurrirá con aquel “melenudo de modales ingleses”, como lo llamó Agustín Díaz Yanes, aquel que fue de todo en la literatura pero que también llegó a ser rey, como recordó Eduardo Mendoza, aquel moderno de veras, como señaló María Lynch, aquel escritor de mujeres y para las mujeres, como subrayó Manuel Rodríguez Rivero, aquel ciudadano –dijo el argentino español Jorge Fernández Díaz—que “quería alejarse de los tontos”. Aquel muchacho de “conciencia infantil” (dijo Arturo Pérez-Reverte) al que le gustaba seguir jugando con los nietos de Carme, su mujer, y con todos los que aceptaran que no era el circunspecto que dibujaron los que tampoco supieron de una generosidad que fue más allá de la publicidad que se dan a sí mismos los que, al contrario que Javier Marías, hacen que la inteligencia parezca un malentendido.

A esos que lo malinterpretaron adrede, para rebajar la calidad que ahora ya está en las enciclopedias, parecía dirigirse el conductor del acto, Antonio Lucas, cuando dijo que “Javier no merece ser traspapelado”. No han de ser traspapelados sus libros (no debe ser traspapelado nunca jamás Negra espalda del tiempo, su autobiografía más honda, más precisa, más llena de la sangre de la hermandad) y no debe ser traspapelado lo que escribió como ciudadano que iba por la calle (y por la vida) descalzo de prejuicios, dedicado a mirar sin ser visto para contar lo que veía como si su pluma estuviera vestida de la pasión tranquila por decir qué sobresalía del ruido y de la furia. 

Porque esa obra escrita, volandera, que se plasmó en los periódicos (en un tiempo en El País, luego en XL Semanal, junto a su amigo Arturo, y luego siempre en El País), fue un testimonio de libertad de escritura y de ciudadanía. No se acomodaba a los modos de la época, en la que intelectuales o escritores, y la gente que no lo es, los políticos, por ejemplo, los comentaristas del acontecimiento que tienen siempre un juicio para cualquier ocurrencia, caen como moscas para decir esto o lo otro, para usar adjetivos descalificativos o vacíos, que no tendrían trascendencia alguna si la letra impresa (o hablada) no la avalara. 

Por ser como era esa escritura civil, esto no debe olvidar, Javier Marías fue arrinconado en la esquina del columnismo nacional. “Cosas de Javier Marías”. Ahora que ya no está, y el hueco es muy grande, hondísimo, esa ausencia es una herida de sangre en un país al que no le sobra el sentido común, que era por otra parte el que aplicaba el autor de Corazón tan blanco para referirse a un país hecho de jirones, de carcajada y de apuestas por el que la tiene más larga.

La sensatez es un valor que, aplicado a la literatura, no vale casi nada, pues escribir ficción, novelas, cuentos, cualquier letra que no haya existido nunca antes porque es invención del narrador, es novela o incluso novelería. Pero cuando pone el dedo en la llaga, se refiere con las palabras libres a la realidad que no sólo está viendo aquel que escribe sino que es también la vida de los otros, la sensatez es un tesoro nacional, como fueron tesoros en otro tiempo desde Àngel Ganivet a María Zambrano o, ya el pasado se impone de manera tan terrible, porque apela al vacío, Javier Marías. 

No hay en su columnismo, no sé qué diría él de esa palabra sin dueño, otra cosa que ciudadanía, compromiso semanal por dejar claro que él no escribía para sí mismo, como podía hacer naturalmente en sus novelas, sino para hacer crónicas de los distintos grados de estupidez que se acumulaban en un país, y no sólo en tiempos recientes, abocado al desastre de hablar para no decir nada y para decirlo en voz alta y todo el rato.

"No hay en su columnismo otra cosa que ciudadanía, un compromiso semanal por hacer crónicas de los distintos grados de estupidez que se acumulaban en el país"

Hemos perdido a un escritor de esa potencia civil; a ese extraordinario testigo del tiempo (de esta espalda del tiempo) lo despedían también en el Círculo de Bellas Artes sus amigos, sus lectores, aquellos huérfanos de Javier Marías que seguirán teniendo, y esta es una alegría, la que queda, sus novelas, su prosa insólita, tan llena de él, de su mirada, esa escritura que pareció siempre recién inventada, pero no tendrá sus opiniones contundentes, su juicio asombrado al que él le daba rienda suelta con una daga que parecía manejada por alguien dotado para hacer también de lo que opinaba una obra de arte.

Dejó también un reto, el del motto de Redonda, su reino: “Ríe si sabes”. “Javier”, en efecto, “merece no ser traspapelado”.

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