Opinión | DIVIÉRTETE AHORRANDO
Las miradas vinculantes
Los ojos tienen la capacidad para delimitar y sancionar el espacio compartido
Una escena ridícula se repite a diario en todos los rincones del planeta: una conversación entre Una, Dos, Tres personas se va animando hasta que Una y Dos le hablan a la vez a Tres. Una y Dos no se dan cuenta o, si se la dan, hacen como si no para conseguir su objetivo, que es hablar hasta hacerse con el turno de palabra. Llegados a este punto, el turno de palabra se parece bastante a un potro de rodeo a lomos del cual hay que aguantar ocho segundos sin montura para llevarse el premio. Solo que el potro es Tres, una persona que, sin comerlo ni beberlo, es la encargada de decidir quién sigue hablando. Está claro que ser Uno y Dos no es grato. Pero ser Tres —y más para las personas que desesperadamente necesitamos agradar— es una maldición bíblica. A pesar de que Tres está abrumado y de que seguramente haya dado ya un pasito hacia atrás, será una mirada suya la que decida quién podrá hablar y quién debe callar. Del tímido brujuleo ocular de un animal acorralado depende a quién le sea dada la voz. ¿No es fascinante?
La literatura y el cine están llenas de miraditas. Unos personajes que miran a otros furtivamente como recurso para que los lectores entendamos que sienten rencores o amores inconfesables. Interesante, qué duda cabe, pero esta columna no va de miradas bandidas sino de miradas vinculantes, es decir, no va de cuando nuestros mudos ojos expresan lo que no puede ser dicho, sino de ese otro poder, igualmente fascinante pero acaso menos laureado, que es su capacidad para delimitar y sancionar el espacio compartido.
Hace poco acompañé a una familiar al hospital. La radióloga, afortunadamente portadora de buenas noticias, decidió no obstante, con su mirada, dármelas a mí. Supongo que por ser más joven, o peor aún, por varón, me llevé la gratas explicaciones. Yo, ridículamente arrastrado a la deferencia, le devolví la mirada a la radióloga. Y así la paciente, en lo que duró la visita, excluida del círculo, no tuvo con quién compartir el feliz desenlace.
También hace poco fui con mi pareja, embarazada, a ver a la matrona. Esta, que tenía mucho más claro el orden de prioridades, no me miró, es decir, no me habilitó para hablar hasta bien entrada la sesión. Y bien que hizo, porque basta que uno sepa que la cosa no va con él para que sienta unas ganas irrefrenables de aportar. Cuántas veces no habré rebuscado en mi interior cualquier cosa que contar con tal de llevarme al menos una mirada de los presentes, consciente de que el tiempo va en mi contra y de que cuanto más tiempo pase sin ser visto, más difícil será conseguirlo después. Las conversaciones tumultuosas son así de crueles: si pasas media hora en silencio, puede que ya no consigas participar jamás; salvo, claro, que haya un buen samaritano de la mirada, de esos que la prestan siempre a los más desfavorecidos —los tímidos, los dubitativos, los que nunca llegan a calzar un chiste a tiempo—, para que puedan existir en la melé.
Hay otra conducta encomiable. Volvamos a un escenario donde haya Una, Dos y Tres personas. Una se empeña en mirar a Dos. No pensemos en un interés romántico, simplemente Una quiere que sea Dos quien la escuche. De hecho, interrumpió antes su anécdota, porque Dos recibió una llamada, y considera que es demasiado buena como para que solo Tres la escuche. Cuando vuelve del teléfono, Dos se da cuenta de la desigualdad y empieza a mirar a Tres para evocar su presencia y recordarle a Una que la incluya en su relato, pero Una no está para sutilezas. Dos, con su mirada, trata de desviar la atención, de repartir el poder. Y así tenemos una escena igualmente ridícula que la primera, pero mucho más hermosa, en la que, sin dejar de tener una sola conversación, Una mira a Dos, Dos mira a Tres y Tres mira a Una.
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