Opinión | ARENAS MOVEDIZAS

Canadá

La difusión pública de actos de extrema violencia ha acabado por convertir en habitual lo que debería ser extraordinario. Vemos con la misma naturalidad un vídeo de una paliza que uno de gatitos

Al menos diez muertos y 15 heridos en un apuñalamiento múltiple en Canadá

/ Agencia ATLAS

Vivimos en una sociedad violenta porque la humanidad es violenta de acuerdo a las leyes de la genética. Es muy probable que lo sea mucho menos que en tiempos de los bárbaros, que en la época de la Inquisición o que durante las invasiones vikingas sobre la incipiente Inglaterra. El ahorcamiento en una plaza pública convertido en espectáculo de masas generaría hoy día una inmensa ola de rechazo, salvo en aquellas culturas donde no ha dejado de practicarse. Y, sin embargo, nuestra familiarización con la violencia, a través de la cantidad de información que consumimos a diario, corre el riesgo de equipararse a aquellas épocas donde la muchedumbre se agolpaba para disfrutar de una buena lapidación. Aunque entonces era lo normal. Durante siglos, a falta de una buena película o de un partido de fútbol, el mejor modo de pasar una tarde consistía en comprarse unos churros y asistir a la plaza mayor de cualquier ciudad española para ver cómo ajusticiaban a un hereje a garrote vil. Tampoco había nada mejor con lo que entretenerse. 

A través de los medios de comunicación o de las redes sociales, raro es que nuestro menú diario de terabytes no incluya el vídeo de una pelea a machetazos, un ciclista atropellado, una paliza brutal entre adolescentes, el portero de un local abofeteando a un borracho, una discusión de tráfico que acaba a puñetazos, un chico o una chica acorralados por sus compañeros de clase, un robo con fuerza en el centro de una gran ciudad, el asalto a mano armada a una gasolinera, una persona mayor apalizada por no querer entregar el bolso, un marido agrediendo a su pareja, etcétera, por no citar la violencia generada por la guerra y el terrorismo. Todo se graba para ser expuesto, se cruza en los portales de internet, en las televisiones, en los grupos de WhatsApp y en las redes sociales para, a continuación, dar paso a la información meteorológica, la gota fría y el anticiclón. La normalización de la crueldad. Se pasa de la paliza a un mendigo a las cabriolas de un perro bodeguero. Y ello en el mismo tiempo en que se tarda en girar la ruedecita del ratón.

Nuestro último reducto a salvo de esa barbarie doméstica era Canadá, y ya ni eso, desde que dos hermanos se liaron a cuchillazos hace unos días, matando a diez personas. Aún se busca a uno de ellos (el cadáver del otro se encontró poco después de la matanza y se atribuye la muerte a una disputa con su hermano). Canadá era el país donde todo iba bien y nunca pasaba nada. Lo mismo que Nueva Zelanda, hasta que un pirado mató a 51 personas en una mezquita en 2019. Canadá era lo opuesto a Estados Unidos. Recuerden 'Bowling for Columbine', aquel documental de Michael Moore que confrontaba la política de armas de ambos países, y cómo en uno de ellos se disfrutaba de una casa con jardín cuyos dueños dormían con la puerta abierta, sin temor alguno, mientras que al otro lado de la frontera, un adolescente con acné era capaz de adquirir un subfusil y llevarse por delante a medio instituto. Canadá era el símbolo de la opulencia y el bienestar. Los judíos de Auschwitz llamaban Canadá a ese rincón del campo en que se acumulaban las riquezas que los prisioneros depositaban antes de dirigirse a las duchas. Aquella zona dentro del infierno representaba la abundancia y la tranquilidad. Canadá. Caído el mito canadiense, apenas quedan lugares donde aspirar a una vida sin sobresaltos. 

Nunca lo hubo en la sociedad 2.0. Una buena paliza para el desayuno, pasajeros de un avión que acaban a guantazos para la hora de comer y un intento de magnicidio para después de la cena. Los estudios más fiables establecen que más de la cuarta parte de los adolescentes españoles ha estado expuestos de forma involuntaria a contenidos de peleas, palizas o ridiculizando a alguien; un 22% lo estuvieron a páginas racistas o intolerantes con la religión; y casi un 12% a webs que defienden y promueven el suicidio. Calculemos ahora quienes lo hacen de forma voluntaria. El peligro no es que tratemos de reproducir esos trazos de violencia, sino que nuestra indiferencia contribuya a no detenerla. Estamos a un par de palizas de que deje de importarnos. Visionamos cómo tres personas patean la cabeza a otra con la misma naturalidad con que vemos un vídeo de gatitos. Y damos paso al siguiente y luego a otro más, en tranquila transición, sin sobrecogernos.