Opinión | CULTURA

Alcarràs

Si la izquierda no ha podido tragar a la familia Solé, entonces es que no puede tragar la realidad

Carla Simón en el rodaje de 'Alcarràs'.

Carla Simón en el rodaje de 'Alcarràs'. / EFE

El mayor acierto de Alcarràs es su ritmo. Su aspiración es destruir una disposición inicial del espectador. Este suele ir al cine a esperar que pase algo. Sin embargo, la película avanza sin que pase nada parecido a eso que el espectador espera que pase en una película. Hemos magnificado tanto el acontecimiento, que esperamos que algo acontezca allí donde ponemos los ojos, algo que lleve en sí mismo la excepcionalidad, la grandiosidad, la novedad. En Alcarràs no acontece nada en este sentido. No hay nada carismático en la película. Ni siquiera hay nada que la vincule al espacio actual de la ideología. Y sin embargo, hay rabia en cada una de las escenas de este filme. Los gritos que nos llegan dicen: «no tienes ni idea de la realidad».

Santi Alba ha escrito un magnífico artículo sobre Alcarràs. Cuando lo recibí, le mandé una nota y le dije que justo tenía pensado escribir yo también sobre esta magnífica película, pero que ahora tenía mis dudas. Él me animó a hacerlo. Santi y yo tenemos una larga correspondencia y sabemos demasiado el uno del otro como para dar por sentado que nuestras impresiones sobre Alcarràs iban a ser muy diferentes. Pero es al mismo tiempo ilegítimo que no tenga en cuenta sus observaciones, pues considero que no tenemos una inteligencia más sensible y aguda en nuestro país. Todos sus juicios sobre el filme son acertados. Con él, también creo que se refuerza demasiado el acontecimiento con las imágenes finales, cuando habría bastado con ese paulatino acercarse de un ruido que viene de lejos.

De muy lejos. Ese ruido ha rodeado a la familia Solé porque ahora le ha tocado a ella, pero viene atronando a mucha gente, desde hace años, décadas, siglos. La película no niega ese fondo temporal arcaico. Hay una huella del viejo feudalismo que desde la ciudad dominó el campo hasta hace unas décadas. Raymond Williams dijo una vez que toda la cultura viene del campo y surge del sufrimiento de dejarlo. Carla Simón nos ha mostrado el dolor del día antes, ese que no puede ser sublimado por la cultura. Un dolor irredento. Acompaña los días con una ira continua, que se vierte en maldiciones, blasfemias, violencia gestual, contrariedad, siempre a punto de estallar, pero que no tiene otro recurso que expresarse en un cuerpo tenso e intranquilo.

Si este país conociera la decencia, lo sabría, y conocería lo viejo que es. Mi amigo y colega Antonio Rivera ha escrito un gran libro sobre cine que lleva por título La crueldad de las imágenes. El cine no tiene nada que ver con la cultura visual contemporánea, anclado en el principio de placer, sino que es un arte cruel. Carla Simón sabe serlo. La tesis de Rivera es que la imagen fílmica no es un simulacro. No es una imagen de algo que solo existe en la imagen. Es una imagen real y por eso es ineludiblemente cruel. Alcarràs nos muestra una realidad sufriente, que nos hace daño porque los seres humanos a los que vemos sufrir están indefensos. Todos y cada uno de ellos, y por eso tienen tanta importancia los niños en la filmografía de Simón, porque su sufrimiento indefenso es arquetípico. Todo se ceba con ellos y por eso hay realidad. El genio cruel que domina esa realidad no cesa nunca.

La densidad de realidad de este filme reside en que las imágenes se han de interpretar en el código de los propios personajes. Los campesinos hablan poco. Están todo el día maldiciendo, pero hablan poco. Lo más veraz del filme, el documento más verídico, es que conserva todavía la forma de comunicación de la familia campesina, y exige que el espectador entre en esa capacidad comunicativa del silencio, de la mirada, del encuadre, del cometario de pasada, de las medias palabras. Todo se comprende porque se respira. Un encuadre basta para hacerse cargo de las decisiones que se han tomado. No es economía de medios. Es otro lenguaje.

Weber dijo una vez: «La cosa más terrible que se puede imaginar es un proletariado de pequeños propietarios agrarios para los cuales la tierra nativa se convierte en una maldición». La frase da por sentado que la tierra nativa es también bendición. El sufrimiento irredento que llegamos a alcanzar en estos hombres de Alcarràs brota de que vivir sobre la tierra es a la vez su mayor deseo y su mayor causa de dolor. De este modo, están atados a la fuente de su sufrimiento con la fuerza de su amor. Sin ambas cosas están perplejos en el espacio abstracto del vacío. Lo vemos en el hijo de Quimet que lleva escrito en la frente: «No me quitéis mi sufrimiento. Sólo estoy preparado para él». Ese es el fondo rocoso de la vieja capacidad de resistencia de nuestra gente. Este país lleva mucho tiempo perdiendo la capacidad de vivir así, y jamás se ha valorado. Nunca como en Alcarràs han podido ser ellos y explicar a la vez su gozo y su dolor.

Santi Alba ha escrito un artículo llamando la atención a la izquierda de que no puede pedir al artista una cultura de programa. Y ha reivindicado la nostalgia como la fuerza revolucionaria. Como siempre, tiene razón. Si la izquierda no ha podido tragar a la familia Solé, entonces es que no puede tragar la realidad. Desde Gobetti y Gramsci se viene avisando. Pero ¿quién escucha?  

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