Opinión | ESPEJO DE PAPEL

La maldición, la ira, la herida, la risa

Quizá no haya mejor noticia sobre quien ha sido víctima de una fatua así: el condenado ríe, habla y ríe

El escritor Salman Rushdie.

El escritor Salman Rushdie.

La noticia, anoche, saltó a los actuales teletipos del mundo: ya puede hablar Salman Rushdie, ya puede reír, y ríe. 

Hace treinta años lo condenaron a esconderse, por escribir un libro que se enredó en las faldas superpuestas del imán Jomeini. Fanáticos de todo el mundo se juntaron en uno solo para acabar con él donde estuviera. Él se disfrazó con un nombre supuesto, Joseph Anton, hecho de nombres de los escritores que amó siempre, y fue parte de un envoltorio mundial para hacerlo desaparecer de la vista del tirano que ordenó su muerte. 

A veces Rushdie se atrevió a salir de los sucesivos escondites y fue celebrada su literatura, se escuchó su voz, lo vieron en los países que se atrevieron a darle asilo, cobijo y micrófono. Estaba condenado a la clandestinidad, muerto en vida, pues quien no puede salir de la sepultura a la que lo condenan siempre estará escondiéndose, aunque aparezca.

 Salman Rushdie viajó como hacia adentro, los demás lo recibían escondiéndose y escondiéndolo. Cuando se relajaron esas vigilancias, quien todo lo vigila, que es el mal, atentó contra él, lo apuñaló donde pudo, también en los ojos de escribir, en el hígado, y las noticias del mundo, recogidas de la voz de su agente, Andrew Wylie, era que había malas noticias. 

Recuerdo haber hablado una vez con Wylie, entre otras veces; le pregunté en aquella lejana ocasión, ya en marcha la fatua, precisamente, qué hacía aquella tarde de verano en que me llamaba desde Nueva York. “Estoy mirando el Puente de Brooklyn, es como mirar la vida”. 

Ahora que he escuchado lo que él ha ido diciendo de la salud de Rushdie, tras el terrible atentado contra la vida del autor de Los versos satánicos, imaginé otra vez a Wylie, en verano, caminando hacia Brooklyn, recibiendo la noticia del atentado, mirando al horizonte, buscando en el hospital la última noticia para darle, y era aquella que heló la sangre al mundo entero: “Son malas noticias”. 

Durante dos días y dos noches, desde el atentado, las emisoras, las redes, los periódicos, no han tenido apenas otra noticia que aquella que dio Wylie. Son malas noticias, puede perder un ojo, tiene el hígado afectado por una puñalada. Como con una baraja incompleta, el periodismo no ha tenido otro asidero que ese, la maldad de las noticias que vinieron de la maldad, un hombre que además se llama Matar atentó contra Rushdie mientras éste hablaba en un club cultural de una fundación privada, le alcanzó en un ojo, le interesó el hígado, lo ha puesto al borde de la muerte. Aunque este último extremo, la palabra muerte, no se dijo nunca, pero sonó en todas partes como esa campanilla posible que siempre está detrás de todas las malas noticias. 

Ni la BBC, que es la que se atreve siempre a decir el alcance de lo grave, ni la CNN, que suele estar al quite, ni las redes, que son locuaces y generalmente actúan más allá del riesgo, dijeron esa palabra terrible que constituyó la orden que ahora ha seguido un hombre que se llama Matar.

La maldad se hizo carne muchas veces a partir de la fatua de Jomeini, pero el asesino que finalmente alcanzó a Rushdie no había acertado hasta ahora con el cuerpo del que escribió el libro maldecido. A partir de aquel lance, el escritor en el suelo, el helicóptero, la puerta del hospital de Nueva York, los rumores, aquella noticia, “son malas noticias, puede perder el ojo, no habla”, dieron paso esta madrugada, cuando escribo, a este otro mensaje, imagino que también de Wylie, quizá otra vez mirando desde Brooklyn cómo terminaba la noche en Nueva York: está mejor, incluso ríe. Joke. Quizá no haya mejor noticia sobre quien ha sido víctima de una fatua así: el condenado ríe, habla y ríe. 

¿De qué ríe? Las noticias no suelen ser completas mientras la vida sigue, pues la noticia es la vida siguiente, y ojalá sea para Rushdie una vida siguiente en seguida.