Opinión | AL PASO

Serrat existe

Nos gusta pertenecer al momento más esperanzador de la historia de España que él y otros nos ofrecieron. Por eso le dijimos «hasta siempre» con gratitud

Joan Manuel Serrat, durante su recital en Perelada.

Joan Manuel Serrat, durante su recital en Perelada. / F. Sendra

La grandeza de Serrat consistió en expresar en catalán la experiencia de millones de españoles de mi generación. Fue así como muchos castellanohablantes descubrimos la belleza de esa lengua y la hicimos indisociable de nuestras más profundas emociones, pues identificamos nuestras experiencias vitales con lo que Serrat cantaba. Sin duda, eso se debe a que él mismo era parte de ese mundo español en profunda transformación, entregado a la emigración masiva desde el campo a la ciudad. Esa fue la experiencia de su madre, como cantó de forma inolvidable en Cançó del Bressol, pero todavía sería la experiencia de millones de españoles de la siguiente generación.

Una anécdota personal puede ilustrar lo que digo. Corría el año 1970 y mi hermano Antonio ya era maestro en Godella, ciudad que había elegido en las oposiciones nacionales porque mis tíos vivían en Mislata desde mediados de los años 50, cuando habían venido a trabajar a los astilleros Elcano. Esas dos generaciones de desplazados se reflejan en las canciones de Serrat. Uno de los discos que mi hermano llevó a casa aquel verano fue uno de Serrat, y una de sus canciones era M’en vaig a peu. Cuando en las navidades de ese 1970 los Jesuitas preparaban un festival para recaudar fondos para el asilo de ancianos, yo me presenté para cantar. Un compañero, Perales, que tocaba muy bien la guitarra, sacó los acordes tras haber oído la canción una vez. Supongo, pues, que por primera vez en su larga historia Úbeda escuchó a un ubetense cantar en catalán.

También yo tuve que pedir a mis padres que no lloraran, que aprendieran a despertar solos más viejos, como yo tuve que aprender a decir adiós

Meses después, en 1971, yo era el personaje de esa misma canción. También para mí fue preciso, como dice su letra, olvidar los tejados rojos y las ventanas de flores, la escalera oscura que daba a mi habitación y las viejas fotos que se escondían en los rincones de los dormitorios. También yo tuve que pedir a mis padres que no lloraran, que aprendieran a despertar solos más viejos, como yo tuve que aprender a decir adiós. Fue un aprendizaje duro, pero útil, pues no he dejado de ejercitarlo desde entonces. Punto por punto, la letra de esa canción fue mi vida, pero nadie lo supo decir en castellano. Como ella recomienda, yo también llenaba el pecho de canciones de Llach, de Raimon, cuando el frío hacía tiritar el alma e intentaba olvidar algunas imágenes queridas de aquel petit indret de Úbeda.

La gente de mi generación, que se ha dado cita de forma masiva en los conciertos de Serrat, seguramente podría decir lo mismo, y no solo de esta experiencia de tener que marchar. Aprendió a decir sencillas palabras tiernas de amor y a justificar la torpeza de la adolescencia, como el propio Serrat; como aprendió a amar los bosques, alarmados por los primeros fuegos desastrosos, o a reconocer a la tieta de cada familia. Fue en catalán como aprendimos a tener conciencia de que llevábamos el viento en las velas y que tener veinte años era la antesala de algo importante, como luego aprendimos que cumplir veinte años de tener veinte años era el momento de la reflexión, pero no el del abandono.

Fue ese Serrat, el mismo que, regresando a Aragón, nos había anunciado en esa inolvidable Cançó de Bressol que jamás se olvida una tierra humilde y pobre, el que también nos recordó que había abuelos en las cunetas y hermanos muertos en la guerra; con él sentimos que, sin perder nada de lo que ya éramos, también nosotros habíamos nacido en el Mediterráneo. Y fue ese mismo Serrat que iluminó nuestra experiencia, quien logró lo que nadie antes había logrado, que toda España cantara a Machado y soñara que ya no existía aquella otra que había de helarnos el corazón. Él fue, junto con Morente, el que nos hizo tragar la saliva amarga de La Nana de la Cebolla, el símbolo sublime de todos los niños de la posguerra, sin estallar de rabia, viéndolo como huella de un tiempo que, por él lo creímos, quedaba trascendido.

Sereno, como se puede permitir quien tuvo una vida fértil, representativa de su pueblo, aceptó que todo lo que empezó ha de acabar

Cuando, en el concierto de Alicante de este pasado miércoles, nos dijo que recordar a Miguel Hernández es «un deber de España, un deber de amor», Serrat dijo una verdad solemne. Eso fue importante en un concierto sin solemnidades, a pesar de que probablemente sea la última vez que lo veamos actuar. Sereno, como se puede permitir quien tuvo una vida fértil, representativa de su pueblo, aceptó que todo lo que empezó ha de acabar. Sólo quien sabe que no será así, que el último concierto todavía continúa y que nuestras gargantas seguirán cantando sus canciones hasta el último aliento, puede decir tal cosa con naturalidad. Y eso también forma parte de sus enseñanzas.

Uno presiente que esa sabiduría, tan machadiana, no se improvisa. Lo que percibimos es que el hombre que definió nuestra sensibilidad de jóvenes ahora es un abuelo en plena forma, sabio y sencillo. Así nos habló. Incluso en eso, y más allá de sus canciones, se ha convertido en un hombre representativo de su pueblo. «Todo pasa y todo queda», pero, aunque lo nuestro sea pasar, no decidimos lo que queda a uno u otro lado. Sólo podemos apreciar en realidad una cosa: Serrat existe. Y nosotros con él. Y nos gusta pertenecer al momento más esperanzador de la historia de España que él y otros nos ofrecieron. Por eso le dijimos «hasta siempre» con gratitud.