Opinión | LA SUERTE DE BESAR

No es época de naranjas

Hay personas que no saben que las uvas de verdad tienen pepitas, que los tomates de enero son atentados al buen gusto gastronómico y que ahora, si quieres refrescarte, no hay nada mejor que un trozo de sandía

Sandía, fruta de verano.

Sandía, fruta de verano.

Ahora toca comer sandías, melones, berenjenas o unas manzanas pequeñas, ácidas y de piel dura. Si las comes cuando toca, la carne de la fruta está prieta. Si las dejas olvidadas en el frutero, aunque sea unos pocos días, se convierten en harinosas. Ese tipo de manzana es un ejemplo de la esencia de la vida: todo tiene su momento.

Me paso once meses esperando que lleguen los gínjols (jínjoles o azofaifos). Aparecen cuando volvemos al trabajo o al colegio después de las vacaciones de verano, cuando los días se acortan y el mar cambia de color. Duran un mes. Cuando era pequeña anhelaba poder disfrutarlos todo el año. Ahora no. Ahora disfruto mucho más sabiendo que las azufaifas son fugaces, porque las aprovecho como si me fuera la vida en ello. Con los tomates, con los buenos de verdad, pasa lo mismo. Ésta es la época. Están tan llenos que su piel explota. Huelen y saben. Vaya si saben. Saben a verano y a cenas en familia. Algunas personas exigen comer tomates en enero y zumo de naranja en agosto. Hay niños que desconocen que las uvas de verdad tienen pepita y damos por sentado que podemos tener todo lo que queremos cuando queremos y donde queremos. Está claro que esa actitud conlleva costes medioambientales y energéticos evidentes, pero también perdemos cultura y educación por el camino. Perdemos capacidad para adaptarnos al entorno, para desarrollar nuestra imaginación y para saborear la fugacidad de las cosas. Perdemos autenticidad. Ahora que somos tan globales, uniformes y estamos tan interconectados, ser auténticos y genuinos es un valor escaso y, en mi caso, muy apreciado.

Damos por sentado que podemos tener todo lo que queremos cuando queremos y donde queremos. Está claro que esa actitud conlleva costes medioambientales y energéticos evidentes, pero también perdemos cultura y educación por el camino"

Pienso en la capacidad para ser singular al observar a un grupo de turistas pidiendo un zumo de naranja en una cafetería. El camarero les sirve un cuenco de cacahuetes grasientos y unos vasos con un líquido fosforito, más parecido al Redoxon efervescente que a cualquier jugo orgánico, que cobrará a precio de oro. Pienso en qué significa mantener tu idiosincrasia al ver imágenes de playas colapsadas y de turistas haciendo cola para hacerse una foto posando en lo que un día fue el paraíso o al leer que el puerto de Palma registró hace unos días un completo con doce buques a la vez, cinco de ellos cruceros. ¡Y eso que nuestros políticos nos habían asegurado que habían limitado su llegada! Me cuestiono dónde está el respeto cuando el caballo de una calesa se cae en el centro de Ciutat y los turistas que paseaba pretenden continuar con su trayecto sin bajarse del carruaje. Y me pregunto, al margen de mi opinión sobre esa actividad, qué habría pasado si el calesero les hubiera obligado a apearse, les hubiera devuelto su dinero y les hubiera reprendido por su actitud. O qué sucedería si fuésemos radicales estableciendo aforos e hiciésemos cumplir una propuesta para poner fin a una masificación que perjudica y disgusta a locales, visitantes y, sobre todo, al suelo que pisamos. Y ¿cómo reaccionaríamos si el camarero, en vez de darnos una bazofia, nos diera una lección de coherencia y sabiduría y nos dijera que lo que toca ahora para refrescarse es tomarse un helado de albaricoque o un buen trozo de sandía? Seguramente, lo agradeceríamos, aprovecharíamos el placer de lo efímero y, por supuesto, mantendríamos nuestra personalidad.