Opinión | ESPEJO DE PAPEL

Fernando Schwartz, el periodista improbable

Además fue diplomático, protagonista de la Transición, uno de los responsables del futuro que ha protagonizado Una vida con suerte

El escritor y periodista Fernando Schwartz.

El escritor y periodista Fernando Schwartz.

Tenía el aire de un hombre de Estado o de un diplomático de carrera, alto, bien plantado, simpático con los de arriba y con los de abajo, capaz de una conversación culta que, en las cancillerías, podría resolver asuntos de Estado sin ni siquiera ir al fondo sino porque hallaba la palabra precisa que le ayudara a desenvolver madejas imposibles. Tenía ese aspecto, y en efecto ejerció de diplomático durante muchos años y en muchas circunstancias duras o adversas para el país en el que estudió, y al que sirvió como un soldado sin armas por el mundo adelante. 

Es Fernando Schwartz, nació en Ginebra en 1937, es feliz habitante de Mallorca, fue embajador de España, es escritor, ganó el Planeta de 1996 con El desencuentro, y ahora suma a su veintena de libros la autobiografía en la que relata, por ejemplo, cómo llegó a ser ese periodista improbable que fue editorialista en el diario El País y miembro de la Redacción que entonces dirigía su amigo Juan Luis Cebrián, director de Comunicación en la Prisa que presidía Jesús Polanco y, más improbable aún, figura principal (con Máximo Pradera) del show televisivo más impactante de los años 90, Lo+Plus, en el Canal Plus que se inventó el genio de Juan Cueto. 

Por supuesto, además fue diplomático, protagonista de la Transición, cercano a mandatarios sin los cuales ese periodo impar de la vida española hubiera sido, acaso, una repetición rutinaria y peligrosa del pasado. Fue, por así decirlo, uno de los responsables del futuro, un hombre que ha protagonizado Una vida con suerte, que es como titula este libro en el que compendia tanta experiencia.

Coincidí con él en mis años como periodista en la sección de Opinión de El País, y allí lo vi protagonizar algunas de las páginas de este libro, editado por Galobart, en cuya portada aparece ahora aquel hombre de ojos azules, dedos largos, barba de existencialista balear, que parece recordar a cualquier actor de los mejores tiempos de las series negras de Hollywood. Pues allí, en la redacción, quienes esperaran ver a un petimetre guapo se encontrarían a un tipo cuyo buen humor, y cuya sencillez, le llevó a ser aquel entrevistador sensato que tuvo la fortuna de entrevistar, cuando aún era clandestino, a Salman Rushdie, entre otros grandes de la escena de la vida que pasaron por su Lo+Plus.

Entre los amigos que hizo en aquella tercera planta del diario en el que ya no fue improbable que fuera periodista, están, por ejemplo, y a ellos los cita, entre otros, Ángel Sánchez Harguindey y Patxo Unzueta, que ahora ha muerto ante la consternación que Schwartz define en una conversación que mantuvimos este último sábado. Como a muchos colegas, de la pasión periodística y de la otra pasión de Patxo, el fútbol, me dijo que esta desaparición lo había dejado devastado. “Patxo era de los que no mueren nunca, de los que están siempre en el santuario de los honrados de corazón. Le quise”, me dijo, “siempre respeté su inteligencia, su cordialidad silenciosa y lo agudo de sus juicios… Era un consuelo y un ánimo verlo en la tercera planta del periódico todos los días, charlando con Javier Pradera, riendo, él callado y Javier con estrépito. Hicimos juntos un editorial terrible sobre Argelia: nos arrepentimos y pedimos perdón al día siguiente. Cuando murió le mandé un correo a su viuda, Carmen Basauri, que siempre me pareció una vasca austera y muy guapa”.

En el libro, naturalmente, habla de lo que fue su experiencia fuera de la diplomacia, y así me contó para qué le sirvió ese largo periodo de vida en el exterior y en las cancillerías. “Me sirvió, más que todo, haber vivido tantos años haciendo cosas distintas para luego aportar mi experiencia. Llegué al periódico aterrado, sin saber lo que me esperaba, para descubrir después que había llegado al centro de mi ideología, rompiendo así para siempre con tanta porquería que me había fastidiado la existencia. Allí aprendí a escuchar con paciencia y no digamos cuánto me sirvió al entrevistar en Lo+Plus a tanta gente de tanto pelaje y nivel. Aquella televisión me sigue sorprendiendo”. 

Ese escalón hacia lo más popular de la televisión de entonces, así como el ejercicio del periodismo de opinión, le digo, lo hicieron escapar de la que parecía la naturaleza de su vida, la diplomacia. ¿Qué queda en usted de ella, aparte de la elegancia? “Escapar es la palabra”, me respondió Schwartz. “Romper con las ataduras que yo mismo y mi familia y mi entorno social me habían impuesto. Ojo, no las sufrí hasta que me di cuenta muchos años después. Dejar la embajada de Holanda fue romper las ataduras. De todo aquello me queda la atención paciente (e impaciente con la tontería). ¿Elegancia? Bueno, espero que la elegancia del alma”.

En Una vida con suerte, el exdiplomático cuenta muchos hechos que ocurrieron cuando él era representante español en varios destinos. Me contó cómo ha variado esa relación de España con el mundo desde que él fue representante del Estado. “La mera evolución de los hechos, tanto en España como fuera, nos fue colocando donde correspondía. La libertad, la democracia, pero, por encima de todo, la revolución de nuestra joven sociedad, este rejuvenecimiento de la moral y las costumbres, la ruptura de la juventud. Cuarenta años después, este es otro país. La mayor parte del tiempo, cuando era diplomático o niño pijo (táchese lo que no corresponda) me sentía un bicho raro, un ectoplasma. Vivía en aquella sociedad y no tenía nada que ver con ella. Creo que por eso me reía de las tonterías solemnes. Ahora nos hemos convertido en un país normal y tenemos una clase dirigente tan idiota como la de otros países del entorno”.

Ahora ha sido espectador del cuarenta aniversario de un episodio que rompió España en dos, el ingreso en la OTAN. Esta es ahora la visión del acontecimiento que también figura entre los asuntos de sus memorias: “Era inevitable y necesario. Aquel eslogan 'De entrada, no' fue una tontería fruto del calentamiento y de un neutralismo intuido (por hacer más caso del necesario al filoizquierdismo antiOtan). Defendí frente al entonces ministro de Asuntos Exteriores Fernando Morán la necesidad de la adhesión de pleno derecho; no fue fácil porque lo quería y lo respetaba. Y, además, era la condición sine qua non para entrar en Europa, aunque siempre he defendido la construcción de una alianza militar puramente europea. De todos modos, después que Trump la dejara moribunda, la reunión de Madrid la ha vuelto a poner en pie tras el horror de Ucrania”.

Con respecto a este momento del mundo, “éste nunca ha dejado de estar patas arriba, desde 1939. El horizonte de paz a que aspiramos es una quimera: está bien que lo ambicionemos, pero no tenemos modo de asegurarlo. ¿Encerrarnos en el panal europeo o abrirlo a todos? Me parece que lo segundo, pero es más arriesgado e impráctico”.

- Y finalmente, Fernando, ¿qué impresión te llevaste de nosotros los periodistas?

- Os he admirado a muchos por más que no haya sido fácil amigaros. Muchos, la mayoría, han sido distantes y desconfiados. Me dio siempre la impresión de que me contemplabais como si fuera un bicho raro. Dicho lo cual, me rindió Pradera y lo hicieron Patxo y Harguindey (al que siempre he querido mucho), y Sol Gallego y Miguel Ángel Bastenier, y algunos otros… Me enseñaron cosas que no sabía, ángulos desde los que no miraba, tolerancia hacia algunas cosas que me parecían intolerables. Muchos sabíais y teníais opiniones intransigentes. Con vosotros aprendí a vivir. 

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