Opinión | SANIDAD

Investigación y gasto para tratar el cáncer

Hay una tensión entre las propuestas de la industria de nuevos medicamentos, expectativas de los pacientes y administración de recursos públicos

Qué tienen en común cuatro de los ocho tipos de cánceres más diagnosticados

Qué tienen en común cuatro de los ocho tipos de cánceres más diagnosticados

El cáncer, que hace unos años era una condena, se ha convertido en una enfermedad con porcentajes cada vez más altos de curación y esperanza de vida. Todo gracias a los avances que han permitido incorporar a los métodos tradicionales (cirugía, radioterapia y quimioterapia) nuevas soluciones que han cambiado radicalmente la detección precoz y el tratamiento. Aunque el impacto del coronavirus en el sistema de salud ha provocado retrocesos que deberíamos subsanar sin excusas ni dilaciones.

En las dos últimas décadas, el goteo de novedades en el tratamiento y diagnóstico ha sido incesante en campos como la medicina de precisión, la inmunoterapia, la manipulación celular o la identificación de biomarcadores. España está a la cabeza de los países europeos en ensayos clínicos y capacidad investigadora, con talento nacional y colaboraciones de alto nivel internacional, y es destino inversor de una gran cantidad de compañías farmacéuticas.

En 2021 se llevaron a cabo en nuestro país casi un millar de investigaciones médicas, un 40% sobre el cáncer. Algunas en el campo de la ciencia básica, con aplicaciones prácticas aún remotas o inciertas; otras orientadas a resultados esperanzadores a corto plazo que, en cambio tardan en estar disponibles mucho más que en otros países europeos. La actividad de los laboratorios ha puesto en un brete a las agencias de los medicamentos, que han de autorizar ensayos (y España lo hace con una agilidad homologable a la de otros países), usos terapéuticos y, lo que es más complicado, la financiación de fármacos que en ocasiones tienen precios elevadísimos por parte del sistema sanitario público. 

España gestiona estas nuevas incorporaciones al arsenal terapéutico a un ritmo notablemente lento: solo un 61% de los medicamentos autorizados se incluyen en la financiación pública (en Alemania, el 100%), con una media de 469 días de trámite que según la ley deberían ser 180. En España hay una tensión de difícil arbitraje entre las incesantes propuestas de nuevos medicamentos de la industria, las expectativas y esperanzas de los pacientes y las necesidades de administración responsable de los recursos públicos.

Los retrasos imputables a una tramitación farragosa o las dificultades para absorber el ritmo de lanzamiento de nuevos productos son inaceptables. Otra cosa es que toda innovación deba pasar por la vía rápida a la categoría de medicamento financiado por el Estado. Un nuevo tratamiento ha de demostrar no solo eficacia, sino ser mucho mejor que las terapias existentes para justificar su sobreprecio. Una evaluación de la relación coste-beneficio no debería estar solo en manos de una negociación entre Gobierno e industria (que puede acabar convirtiéndose en un pulso que dilata todo el proceso). Propuestas planteadas en su día para crear una autoridad independiente de evaluación de las políticas sanitarias deberían tenerse de nuevo en cuenta.