Opinión | ESPEJO DE PAPEL

Y de pronto llegó Julio y mandó a parar…

El escritor Gonzalo Celorio en una imagen de archivo.

El escritor Gonzalo Celorio en una imagen de archivo. / Joan Puig

Cuando decidimos que el mundo iba a dividirse entre Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa, antes de que ambos partieran caminos, llegó Julio Cortázar, puso sobre la mesa 'Rayuela' y la cosa se paró como si una barra de mar se hubiera instalado entre nuestros libros favoritos. Ingresaba un léxico fabuloso que nos alcanzó el corazón y el sentimiento. 

Desde entonces habría otros escritores, grandes, por supuesto, latinoamericanos, hispanoamericanos y extranjeros, pero sobre todo estaba en un rincón privilegiado de la apetencia, cualquier cosa que hubiera escrito el Gran Cronopio, cuyos libros llenaron una estantería de sueños que parecían irrompibles. 

Del mismo modo que otros jóvenes de la época (por ejemplo, de la juventud de Gonzalo Celorio al que volveré enseguida por buenísimos motivos), nos parecía que en esa escritura estaban juntos el cielo y la tierra, y que lo del medio era mera circunstancia. A pesar de que su literatura no era ni fácil ni llevadera, porque había que hacer esfuerzos, si no eras argentino, para ser parte de su lenguaje, pronto 'Rayuela', por ejemplo, nos cautivó por su misterio, por sus juegos de palabras, por su resplandor surrealista. Nos hizo conversar y enamorarnos. Era como niño grande soltado en un mundo que se resiste a tener más años que Rocamadour.

A la señora que arreglaba mi habitación en un Colegio Mayor de Tenerife le pedí el primer día que ingresó aquel libro en mi vida que dejara las sábanas como estaban a la mañana, que no se le ocurriera lavar camisas: quería que la atmósfera que tuviera que ver con esa lectura quedara intacta, en el sitio que había querido la sintaxis del Divino Cronopio.

Aunque habláramos de Cortázar todo el tiempo, cuando estábamos solos, con sus libros, con ese libro, cada uno sentía que era su único lector. Fuimos tan felices con Julio. La gente decía Gabo, e incluso Mario, pero el nombre propio de la escritura, el que decíamos sin posibilidad de equívoco, ese era el nombre de Julio. Julio era más que un nombre propio. Era fácil sentir que algún día íbamos a saludarlo, en nuestros sueños más arriesgados sentíamos que en cualquier fotograma de las películas que se hacían en París iba a aparecer bailando en la calle con alguna de las actrices que entonces eran también nuestras ficticias compañeras de cama, como, por ejemplo, Brigitte Bardot, que por un tiempo vivió en mi casa, secuestrada dentro de un almanaque y mirándome a los ojos como me miraba, desde el libro, la querida Maga de todos nosotros. 

Así que era de todos Cortázar, y también era de cada uno, de modo que cuando pasó el tiempo y empezaron a ocurrir cosas con él, que le crecía la barba, que se enamoraba de otra mujer, que escribía cartas sobre lo contingente (Fidel, las guerras, Nicaragua tan violentamente dulce) ya empezamos a pensar que ese ídolo sin pedestal tenía derecho a distraerse de sus libros y de sus palabras, que siguió produciendo con un caudal que ahora los críticos hallan desigual, para convertirse en un ciudadano que no estaba obligado tan solo a satisfacernos con sus cuentos de mago.

Y justo así lo conocí, volviendo de Nicaragua, antes de que se le dictaminara la enfermedad que temprano lo llevó a la tumba. Fue en un hotel de Madrid, yo era un periodista tan imberbe como para creer que ante mi tenía al mago, al gran prosista, y también a un ciudadano que se llamaba como él. Pero esa presencia la presidía su figura larga, barbuda, su chaqueta jaspeada que ya le quedaba larga como le queda larga la ropa a los enfermos, la preocupación por Nicaragua, desparramada luego en un libro de acción, que publicaría Mario Muchnik y que al final resultó ser su testimonio de tierra.

Me fui al periódico con sus declaraciones, consciente que después de ese Cortázar, por la noche, me iría a visitar el de 'Rayuela' y los cronopios, el de 'Todos los fuegos el fuego', el que nos había metido en un laberinto cuya sintaxis era de mantequilla. Ese Cortázar ha vuelto estos días a mi casa, y estoy feliz con ello, porque el que lo ha traído es un benefactor inmenso de la literatura, el mexicano de origen español y cubano, Gonzalo Celorio, autor de muchos libros de vida y de memoria, a los que ha unido ahora, con una inusual felicidad, 'Mentideros de la memoria', publicado como casi todo lo suyo por la Colección Andanzas de Tusquets Editores.

Celorio nació en México en 1947, era un chiquillo cuando Cortázar lo despertó a la literatura y lo sedujo para siempre hasta el punto de que, aunque no lo vio nunca de veras, siempre estuvo a punto de verlo. No es ficción, es de veras: cada vez que estaba a punto de encontrarse con él, de entender en su mirada lo que acaso no pudo percibir de su literatura, Cortázar se iba por otro lado, por otra calle, en otro ferrocarril, con otra gente… A través de esa obstinación de la ausencia de coincidencia, Gonzalo Celorio cuenta tantas historias y las relata tan bien, como si fueran de Borges o del propio Cortázar, el Cortázar inmortal, el de aquellos años en que los grandes eran eternos, el que le ha llevado la mano para ocupar en este libro este relato extraordinario

El libro es mucho más, más naturalmente. Hallarán aquí a Jorge Luis Borges y a Bioy Casares, a Lezama Lima y a Gabriel García Márquez, se encontrarán con los impares Eliseo Diego y Dulce María Loynaz, cubanos de entretiempos duros y desiguales, o con Alfredo Bryce Echenique, cuyas peripecias recientes, contadas desde la primera fila de la gracia y de la desgracia, son sin duda el más duro acontecimiento humanos que cubren esta memoria.

En otro orden de la realidad, la terrible situación familiar en que se desarrollaron las sucesivas desgracias de Carlos y Silvia Fuentes con sus hijos es de las narraciones más delicadas que yo he leído acerca de quienes fueron perseguidos a partes iguales por la suerte de vivir y el abismo de haber despedido. Hay mucho más, pues esta escritura tiene el valor de abrir el apetito, de modo que te vas del libro deseando decir enseguida a tus amigos, heridos sobre todo por el amor que nos inspiró Cortázar, que todos esos personajes que un día leímos para que nuestra vida fuera mejor están vivos porque están bien contados. Cortázar, está claro, vive, compruébenlo en el relato de su resurrección escrita por Gonzalo Celorio.