Opinión | UCRANIA

100 días de guerra

El conflicto desatado por la invasión rusa de Ucrania deja un reguero de sufrimiento y destrucción sin que se vislumbre un final negociado

Las explosiones de proyectiles son de lo poco que se escucha en aldeas próximas a la línea de combate en Járkov, en el este de Ucrania

Las explosiones de proyectiles son de lo poco que se escucha en aldeas próximas a la línea de combate en Járkov, en el este de Ucrania / Esteban Biba

Decenas de miles de muertos, 6,6 millones de desplazados, escenas de destrucción y crímenes de guerra han golpeado duramente a Ucrania desde que el pasado 24 de febrero el presidente ruso, Vladimir Putin, diera la orden de invadir el país.

Aunque han hecho gala de una resistencia sorprendente, los ucranianos han sufrido y siguen sufriendo las consecuencias de la deriva autócrata del Kremlin, de la que son igualmente víctimas los ciudadanos rusos contrarios a la guerra. También el continente europeo ha sentido la sacudida que la guerra ha provocado en la geopolítica internacional y que ha hecho tambalear a la economía mundial. Lo peor es que el conflicto desatado por la invasión rusa de Ucrania -que ayer cumplió cien días- no parece tocar a su fin.

El secretario general de la OTAN, Jens Stoltenberg, ha vuelto a repetir que conviene prepararse para una larga guerra de desgaste que solo puede terminar en una mesa de negociación. Dado el contexto, es difícil dibujar escenarios de paz. Cuanto más se prolongan los destructivos bombardeos rusos, cuanto más territorio controla Moscú en la franja que une Crimea con las dos repúblicas secesionistas del este, más difícil resulta imaginar un pacto que pueda satisfacer a las partes.

La ayuda militar de la OTAN y la determinación del Ejército ucraniano tampoco permiten imaginar una paz que implique ceder a las ambiciones territoriales de Putin. ¿Cómo encajar, entonces, las consecuencias humanitarias y económicas que estamos viviendo? El impacto es visible en una inflación que roza los dos dígitos, lastrando la recuperación en la UE, y en los problemas de abastecimiento de cereales y fertilizantes de los que dependen millones de personas en todo el mundo.

La OCDE ha puesto números a la crisis si las circunstancias no cambian: un recorte del PIB mundial del 1,08%. Las cifras no revelan sin embargo la magnitud del desafío que la guerra supone para aquellos países cuya población depende Rusia y Ucrania, exportadores de un tercio del trigo que se consume en todo el mundo. Si la guerra se enquista y los cereales acumulados en los silos de Odesa no pueden salir ni los campesinos ucranianos tienen combustible para sembrar, habrá hambrunas de dimensiones desconocidas.

Conviene, por tanto, habilitar un corredor para exportar los cereales ucranianos por el Mar Negro, con la implicación de Naciones Unidas y, deseablemente, de Turquía. Europa ha decidido ayudar a Ucrania por la doble vía de armar a su Ejército y estrangular la economía de Moscú renunciando a parte del suministro energético ruso, pero en países como Egipto, Líbano, Yemen, o Sudán lo que faltará será el pan. Sería injusto que paguen la factura con hambre y pobreza países cuyo único vínculo con el conflicto es que compran el cereal a los países involucrados. Mientras Ucrania libra también su particular batalla para producir pan bajo las bombas, el mundo contempla una tormenta perfecta de consecuencias aun imprevisibles.