Opinión | PROTECCIÓN ANIMAL

Gatos en tu piscina: los límites de la protección animal

Si no trabajamos en encontrar un equilibrio entre la norma y los efectos de su aplicación, los animales protegidos pasarán a ser enemigos

Gatos callejeros.

Gatos callejeros. / Agencias

Hay una piscina con su césped y su ducha en una comunidad de vecinos de Vilassar donde se ha instalado una colonia de gatos. Los vecinos tienen que convivir con ellos les guste o no: cuentan que el ayuntamiento no les permite expulsarlos, y que incluso se sienten responsables del bienestar animal, una protectora los esterilizará si ellos mismos los atrapan y se los llevan. Los gatos ya empezaron la conquista de ese territorio décadas atrás, los mayores del lugar recuerdan como el jardinero mataba los cachorros que encontraba, y los niños de la comunidad, en aquellos veranos de calor y horas largas, escondían a los gatitos que rescataban y les intentaban alimentar por sus medios con leche en cucharitas de plástico de tarrina de helado. Cómo hemos cambiado también se puede ver en ese arco temporal de los veranos en una piscina comunitaria. 

Pero el arco, como si fuera de bambú, es caprichoso e imprevisible. La conciencia animalista se ha ido implantando entre nosotros a la vez que las leyes fijaban normas y perseguían su incumplimiento. Desde el 8 de mayo, los agentes rurales buscan al responsable de la muerte de 8 cachorros de gato arrojados en un saco al canal d'Urgell, en Lleida: ya delito, estos hechos pueden llevarle a la cárcel durante dos años.

La ley de protección animal que ya empezó su andadura tras el respaldo inicial al borrador no verá la luz como pronto hasta 2023, pero su articulado provisional fija medidas revolucionarias en protección animal, que sitúan los derechos de los animales en un plano similar a las personas. Desde el compromiso por incluirlos en los planes de evacuación ante catástrofes hasta la obligación de preservar las colonias de gatos allá donde se instalen. La preocupación ciudadana por la suerte de los perros que quedaron atrapados por la erupción del volcán de La Palma y las noticias de salvamentos y evacuación de animales que han salpicado el seguimiento de la catástrofe humanitaria de la guerra de Ucrania son una vara de medir del impacto animalista en nuestro entorno.

Pero volviendo a la piscina okupada de Vilassar, también abre interrogantes. De la teoría a la práctica, y sobre todo, de aquella vieja tradición del #noenmijardín. El sistema necesita cárceles pero nadie las quiere en su barrio. Centros de rehabilitación de toxicómanos, pero no cerca de su casa. Hasta bares y terrazas, pero no debajo de su balcón.

Si no trabajamos en encontrar un equilibrio entre la norma y los efectos de su aplicación solo alimentaremos el monstruo del no a todo, el radicalismo. Y los gatos están en la primera línea de esta cruzada. Veamos si no las reacciones que han generado estudios científicos que los han calificado como el peor de los depredadores, que lo sitúan en el podio de los enemigos del ecosistema por sus hábitos de caza. Una ciudad alemana ha prohibido que los gatos campen fuera de sus casas para proteger un pájaro raro. En varias ciudades del sur de Australia también existe una prohibición de estas características, que busca proteger a sus especies endémicas de mamíferos.

El control de las colonias de gatos es competencia de los ayuntamientos, pero la sensibilidad de los políticos de turno y las prioridades de tesorería dejan a menudo la cuestión en manos de los vecinos. Cuando la ley entre en vigor, debería establecer mecanismos económicos y protocolos que no se vuelvan injustamente contra los animales que queremos proteger.

La madurez de la sociedad se mide, entre otras cosas, por su capacidad de encontrar el punto medio de renuncias y sentido común, hasta en el terreno animalista.