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Alcarràs o el dilema del propietario

La película de Carla Simón es un western con tintes de neorrealismo italiano y, ante la osadía de ese héroe crepuscular, el resto de parroquianos simplemente se ríe con ternura

Carla Simón, directora de 'Alcarràs'.

Carla Simón, directora de 'Alcarràs'. / EFE

Alcarràs es un western. Y en algún aspecto demasiado un western.

Lo dijo Kelly Reichardt: «Todo western es una exploración, la búsqueda de un destino y también el precio de ese destino. El precio del heroísmo, de la conquista y de la explotación». Este en concreto trata de un conflicto sobre la posesión de una tierras y de una masculinidad agonizante que, en su lucha por no dejar de existir, asfixia todo lo que hay a su alrededor. El problema se plantea en la primera escena: una familia de agricultores debe abandonar las tierras que lleva labrando desde la Guerra Civil porque su dueño quiere instalar en ellas placas solares. Las renovables son aquí como el ferrocarril en el lejano Oeste: sube el valor y todo se trastoca. La modernidad impone sus ritmos.

Más adelante, con aplomo de vaquero, entra el abuelo al saloon, aquí un bar de viejos, dispuesto a ganar unas tierras con una partida de cartas. Pero Alcarràs es un western con tintes de neorrealismo italiano y, ante la osadía de ese héroe crepuscular, el resto de parroquianos simplemente se ríe con ternura. Su aplomo es como esos cigarros que se consumen al borde del cenicero: puede conservar la forma, pero no la dureza. El abuelo vuelve a casa contrito y sin soluciones, dispuesto a amodorrarse delante de un western. Ahí muere el personaje y juro que no es spoiler, porque no es que muera el abuelo, es solo que muere su función en la historia, su capacidad para cambiarla.

Desecho el espejismo, el peso recae sobre Quimet, el padre de familia. La dureza, o más bien la resistencia, es uno de los temas de Alcarràs. Solo que, como otros westerns recientes —pienso en Los hermanos Sisters o El poder del perro—, el de Carla Simón muestra la contracara, es decir los cuidados de quien sostiene esa resistencia y el cansancio de quien sufre esa dureza. Así asistimos a los constantes masajes de espalda que la mujer le da a Quimet para que pueda seguir trabajando o el hartazgo de ella por la irascibilidad, la falta de temple y la obsesión con el trabajo de él.

Quimet es emocionalmente torpe, incluso iracundo, pero no es el villano. El villano es el propietario de las tierras que quiere desalojar a la familia. Simón nos deja ver la fachada de su chalé de rico, a su trabajadora del hogar, pero no su cara. Él solo aparecerá dos veces, siempre a lo lejos, con gafas de sol y un sombrero que le hacen parecerse al malvado Frank de Hasta que llegó su hora. ¿Por qué no lo vemos más? ¿Por qué no le escuchamos hablar cuando va a hablar con los protagonistas? La directora ha elegido el punto de vista de la familia, y centra la historia en su perplejidad de ellos por un mundo que desaparece. Dejar fuera al terrateniente, por tanto, es estéticamente coherente con esa decisión. Y titubeo al discutirle esto a la película, porque sé que es injusto y ridículo pedirle una creadora que haga la obra que nos hubiera gustado ver y no la que legítimamente ha puesto en pie. Pero me pregunto si la película no hubiera crecido de haber comprendido más ángulos: por ejemplo el de los trabajadores africanos que hacen que, además de desahuciada y explotada, la familia sea a su vez explotadora; o el del capitalista que busca una mayor rentabilidad para sus tierras.

Simón rompe con cierto maniqueísmo porque aquí el villano no reclama la propiedad para poner adosados sino placas solares, pero no termina de alejarse del retrato en blancos y negros del viejo western. Al dejar al propietario tan fuera de escena, la película facilita que figure como el villano de la historia. Y sin embargo tengo la sensación de que ahí fuera, no está tan mal visto que uno quiera obtener algo más rentabilidad por las tierras o los pisos que arrienda. Dicho de otro modo, la forma de retratar a este personaje facilita que quienes —también legítima y legalmente— desean aumentar la rentabilidad de sus bienes, no se vean reflejados en él y no perciban lo que esa voluntad desencadena a su alrededor. Dicho de forma aún más pedestre: me da rabia que en el cine veamos como villanos lo que en la vida real es una conducta más que aceptada; y me da rabia que los caseros que suben el alquiler a precios de mercado salgan de Alcarràs sin entender quiénes son ellos en la historia. Porque grandes terratenientes hay pocos pero pequeños propietarios hay muchos más. Y es que nos empeñamos en representarlos como hombres de negro, pero el que obtiene rentas no se ve a sí mismo como tal. Dicho ya de una última forma, este tipo de representaciones facilitan que cierta clase media se proyecte en el lado de la historia que no le corresponde y eluda así su parte de responsabilidad.

Si ya sabemos que el asesino del barrio les parecía a los vecinos a una persona normal, educado y que llamaba al frutero por su nombre, hagamos lo mismo con el capitalista o el propietario. Humanizarlos no resta carga política al planteamiento. Al contrario, amplía el foco de los hombres de negro a los hombres y las mujeres hechos de grises, que son (somos) muchos más.

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