Opinión | ESPIONAJE
Secretos de Estado
Que los espías espían no es un descubrimiento, pero lo parece a la vista de las declaraciones de los independentistas catalanes espiados y del Gobierno español
Que la democracia no es un paraíso moral lo sabemos todos, pero de ahí a que sea un albañal de secretos y de actuaciones inconfesables y oscuras por parte del Estado hay una diferencia. Lógico es que este en defensa de él mismo y de todos los que lo integramos mantenga un margen de opacidad a fin de no dar argumentos al enemigo (en ninguna guerra se informa al adversario de lo que va a hacer el ejército propio), pero ello no justifica ni mucho menos que en una democracia haya un poder paralelo e incontrolable para sus instituciones, que es lo que ocurre en muchos países, España por ejemplo.
Andan ahora nuestros políticos tirándose a la cabeza las filtraciones de los presuntos espionajes a algunos de ellos y todos se rasgan las vestiduras al descubrir de repente, parece, que los espías se dedican a espiar, que es algo que saben hasta los niños. Los mismos partidos que aprueban cada año los presupuestos generales del Estado, en los que se incluyen las partidas de dinero para el CNI, como se denomina el organismo del espionaje español, ahora se sorprenden de que este con ese dinero se dedique a espiar, como es su cometido. Por definición, un espía espía, si no ¿para qué están?
Que los espías espían, no es, pues, un descubrimiento, pero lo parece a la vista de las declaraciones, primero, de los independentistas catalanes espiados (¿acaso la Generalitat no tiene su propio centro de espionaje como todos los gobiernos?) y luego del Gobierno español, que a lo que parece también ha sido espiado, comenzando por el propio presidente, no se sabe si por sus propios espías o por los de otro país. Unos y otros se quejan de que los espías les hayan espiado, pero ninguno aclara si lo que les molesta de eso es que les pasara a ellos o que en su espionaje se hayan quebrado derechos fundamentales amparados por la Constitución española, como el de la privacidad de las conversaciones telefónicas.
Ver a Carles Puigdemont, quien como presidente de Cataluña violentó derechos fundamentales de todos los españoles, catalanes incluidos, en nombre de la independencia (y se violentó a sí mismo huyendo en el maletero de un coche como un delincuente después de declararla durante unos segundos), poner el grito en el cielo por haber sido espiado por el Estado al que traicionó es tan enternecedor como escuchar a la ministra de Defensa, de la que dependen los espías españoles, justificar la legalidad de ese espionaje sin dar más datos “porque se lo prohíbe la Ley de secretos oficiales del Estado” (¿la Constitución española no ampara también la libertad de expresión junto a otras?) o a los llamados socios del Gobierno enfrentarse a sus compañeros de gabinete por ello después de respaldar con su presencia en él y con su voto a los Presupuestos la propia existencia y las actividades del CNI.
Que 45 millones de españoles mayores de edad, en pleno uso de nuestras facultades físicas y síquicas, o por lo menos al mismo nivel que las de nuestros representantes políticos, y con capacidad, por lo tanto, para discernir lo que nos conviene y no (de hecho, nos dejan votar), no tengamos derecho a saber qué es lo que hace el Gobierno con parte de nuestros impuestos porque es “secreto de Estado” demuestra hasta qué punto la democracia debe mejorar mucho si no quiere parecerse a esas sectas religiosas en las que solo los iniciados tienen derecho a saber. En una democracia no puede haber secretos de Estado y, si los hay, no es una democracia de verdad.
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