Opinión | ECONOMÍA

Inflación, deuda e impuestos

Las actuales demandas de la ciudadanía por reforzar el Estado de Bienestar y nuestros compromisos con Bruselas, en los próximos años en España, seguramente, subirán los impuestos

La presidenta del BCE, Christine Lagarde.

La presidenta del BCE, Christine Lagarde. / Daniel Roland/Pool via REUTERS

La invasión rusa de Ucrania y los confinamientos en China, además de añadir incertidumbre y recortar las perspectivas de crecimiento económico, han acelerado todavía más la inflación. Ya quedan pocas dudas sobre la inevitable subida de los tipos de interés – más rápida e intensa en Estados Unidos que en la zona euro – y la duda ahora es hasta cuánto subirán y si su ascenso permitirá enfriar la economía antes de que se asienten expectativas permanentes de alta inflación en la ciudadanía.

Con el fin del dinero barato, hay que estar preparados para que suban las primas de riesgo de los países del sur de Europa. Durante los últimos años, Italia o España han mantenido sus costes de financiación muy bajos a pesar del espectacular aumento de los volúmenes de deuda pública en los que han incurrido para hacer frente a la pandemia. Esto ha sido posible gracias al apoyo del Banco Central Europeo (BCE), que pudo imprimir dinero y comprar deuda pública sin problemas porque la inflación era bajísima. Pero ahora que los vientos para la política monetaria empiezan a cambiar, ¿qué podemos esperar?

A día de hoy, e incluso teniendo en cuenta las subidas de tipos de interés que anticipan los mercados financieros y que llevarán a mayores costes de financiación para estados y empresas, la deuda en el sur de Europa debería ser asumible. Además, se puede contar con que, en caso de necesidad, el BCE actuará para bajar los spreads soberanos de los países que lo necesiten, aunque ya hubieran comenzado a subir los tipos de interés. Nadie en Europa está dispuesto a revivir la crisis del euro. 

Pero, al mismo tiempo, hay que tener claro que el tiempo de la barra libre para el gasto público justificado por la pandemia se ha terminado y que, cuando lleguen las turbulencias, es mejor que España tenga los deberes hechos. Por lo tanto, sería muy aconsejable acelerar la reforma fiscal para reducir al máximo el déficit público estructural al tiempo que se aumenta la ambición de las reformas que aumentan el crecimiento potencia (recordemos que siempre es más fácil bajar la ratio deuda sobre PIB aumentando el denominador que reduciendo el numerador, y que lo único bueno que tiene la inflación es que “licua” parte de la deuda de forma automática, a costa de restar poder adquisitivo de la ciudadanía).

De hecho, llegar al debate de la reforma de las reglas fiscales europeas con un plan creíble para que el estado ingrese más de lo que gasta (descontando el pago de intereses), aumentaría notablemente la legitimidad de las propuestas españolas en la mejora de la gobernanza del euro, que últimamente se han coordinado con Holanda y van en la dirección de reformar el Pacto de Estabilidad, aplicarlo de forma flexible y crear una capacidad fiscal central que facilite las inversiones verdes y digitales, así como preparar a la UE para un mundo de rivalidad geopolítica entre grandes potencias.

A los más pesimistas se les debería recordar que la sostenibilidad de las cuentas públicas no depende tanto del stock de deuda en circulación como de la capacidad del estado de hacer frente al pago de los intereses cada año, así como de que se perciba que el déficit público no está fuera de control (para lo cual hay que cuadrar ingresos y gastos). Naturalmente, cuanto más bajo sea el stock de deuda, más sencillo puede ser refinanciarla porque los inversores pueden sentirse más cómodos al prestarle a un país con menor volumen de deuda en circulación. Pero lo que esto implica es que, aunque el stock de deuda española hoy se sitúe en 1,4 billones de euros o el 118% del PIB (mucho más que cuando se produjo el rescate financiero de hace una década), la deuda es hoy más sostenible que entonces porque pagamos en intereses cada año menos de la mitad en porcentaje del PIB (1,6% contra 4,1%).

Además, como las nuevas emisiones de deuda se siguen haciendo a tipos bajos (aunque crecientes) y el PIB seguirá creciendo, es razonable pensar que los tipos de interés tendrían que subir bastante hasta que la factura del pago de intereses sobre el PIB comenzara a subir. Y que incluso en ese escenario de mayor coste de financiación, no tiene por qué producirse una salida de capitales ni una crisis de deuda, sobre todo si el BCE sigue haciendo su trabajo, se es cauto con la revalorización de las pensiones y se aprueba la reforma fiscal, a la que por cierto nos hemos comprometido con Bruselas dentro del plan para recibir los fondos europeos.

Pero a los que opinan que todo lo anterior demuestra que no hay nada de qué preocuparse, conviene recordarles lo que decía el economista Rudi Dornbusch: “En economía, las cosas tardan más en suceder de lo que piensas, y luego suceden más rápido de lo que pensabas”. Y es que, una escalada en la guerra de Ucrania, problemas de inestabilidad política en algún vecino del norte o del sur del mediterráneo, nuevos sustos derivados de una pandemia que todavía no hemos dejado atrás, aunque ya no llevemos mascarilla, impagos de deuda en Rusia o en los países emergentes o cualquier otro evento hoy imposible de anticipar, pillaría a España en una situación vulnerable.

Se atribuye a Benjamin Franklin aquello de que las dos únicas cosas ciertas en la vida son la muerte y los impuestos. Pues bien, dado el contexto económico, las actuales demandas de la ciudadanía por reforzar el Estado de Bienestar y nuestros compromisos con Bruselas, en los próximos años en España, seguramente, subirán los impuestos. Otro debate es cuáles, cuánto y a quién.