Opinión | NOSTALGIA

La peor generación de la historia

Un niño juega al Fortnite, videojuego desarrollado por Epic Games.

Un niño juega al Fortnite, videojuego desarrollado por Epic Games. / Unsplash

Somos seres nostálgicos. A pesar de que los datos objetivos confirman los progresos del desarrollo humano en muchos ámbitos y en la mayoría de las sociedades del mundo, tendemos a idealizar cualquier tiempo pasado. Las evidentes desigualdades y la incertidumbre ante un futuro complejo que anuncia profundas transformaciones son el magma en el que se engendra esa mirada atrás que es, paradójicamente, una huida hacia adelante. La romantización del pasado conocido, como consuelo o antídoto del incierto futuro, suele ser irracional y miedosa, y explica algunos de los movimientos sociales y geopolíticos a los que estamos asistiendo actualmente en Europa.

La nostalgia es el dolor que produce el deseo incumplido de volver a casa, a lo conocido. Es un asidero de la seguridad. Suele convertir los recuerdos propios en una cuestionable experiencia colectiva, uniforme y generalizada, y contraponer esa memoria a una supuesta degradación del presente, especialmente del presente digital. Antes los niños eran felices con un palo jugando durante horas en la calle. Ahora, sin embargo, se encierran en casa enganchados a videojuegos. Parece claro que ni antes todos jugaban con palos y eran felices, ni hoy sólo juegan a videojuegos y están aislados.

Les corresponde a ellos, en todo caso, interpretar y reinterpretar el mundo que les hemos dejado; aprovecharlo, transformarlo o destruir"

Los cambios profundos que ha provocado la digitalización han generado en una parte de la sociedad una visión distorsionada no solo del pasado (para idealizarlo), sino del presente (para despreciarlo). Ese rechazo a menudo se enfoca directamente hacia los más jóvenes, los nativos digitales, la generación móvil, pegada al smartphone, a la inmediatez, a lo visual. Un vistazo superficial a las redes sociales -ese reflejo deformado de lo que somos, el callejón del gato de las opiniones a granel-, demuestra que la nostalgia descarga su desmemoria especialmente contra ellos, sus territorios y sus lenguajes, sus herramientas. No aprenden filosofía, no saben qué es ETA, ni estudian ni trabajan, no leen y no saben escribir. Por saber, saoko, no saber ni hablar. Y sin embargo, los jóvenes de hoy, autodidactas y sobreexpuestos a la información, conectados permanentemente al mundo y a sí mismos, son tan lúcidos o tan lerdos, tan ambiciosos o tan indolentes, tan sabios o tan ignorantes como cualquier adolescente a lo largo de la historia. Les corresponde a ellos, en todo caso, interpretar y reinterpretar el mundo que les hemos dejado; aprovecharlo, transformarlo o destruirlo, como quieran o como puedan. Con sus manos o a través de sus pantallas.

Quien tenga la suerte de pasear próximamente por el museo de El Prado puede tropezarse por causalidad con Cristina Sanz, una pianista de 23 años con un talento desbordante y la personalidad propia de su generación. Oírle hablar e interpretar a los clásicos, o lo que le echen, es un potente recordatorio de que los jóvenes representan siempre lo mejor de cada momento de la historia, porque custodian la esperanza del futuro posible -ni mejor ni peor, el posible-. A estos de hoy, agarrados a un móvil, lo peor que les puede pasar es terminar como nosotros, atrapados en la nostalgia de un pasado que no fue, agarrados a un palo.