Opinión | LA COLUMNA
Conduciendo a Bujaraloz
Su único mar es el desierto, un lugar perfecto para esconder los secretos
Volviendo de Caspe, la tierra se va empapando con una lluvia fina que es casi lo único que siento en esta mañana de abril que es sosegada, porque solo hay paisaje gris y silencio y apenas coches en una recta casi galáctica que hipnotiza.
En unos minutos el coche que no conduzco llegará a Bujaraloz, un pequeño municipio de Aragón, y desde este interior monegrino me vienen a la cabeza los barquitos de papel que mi amigo Míchel hacía con la etiqueta del agua de Lunares y que depositaba en rincones que eran así como letras que iban construyendo el relato de los sueños que soñaba y de los insomnios que perseguía para hacer la vida más larga o el día más corto.
Siempre que veo un barquito de papel me acuerdo de él y recuerdo cosas de las que hablábamos, cosas no especialmente importantes, y lo recuerdo imitando a Albert Plá y en esa terracita dejábamos volar nuestra imaginación más allá de los hombres y de las mujeres buenas. Hay instantes en la vida que se hacen memorables y no se olvidan por mucha agua que caiga o por mucho ruido que haya en todas partes y tienen que ver con los gestos y con las palabras que no se pronuncian, pero que suelen ser las más necesarias y casi siempre para bien.
Recuerdo que cuando nacieron mis hijas, Míchel llegó a casa y me regaló dos libros, uno para cada una de ellas, y si bien una era isla en aquella hermosa dedicatoria, la otra era tierra cálida donde descansar y él y yo nos abrazamos. Un día, años después, me mandó una foto con uno de sus barquitos en la esquina de una roca a punto de lanzarse al mar y navegar tan lejos como su vela de papel le permitiese.
Míchel ha construido y regalado tantos barquitos de papel que yo los imagino como una legión de poetas que van surcando mares para llegar a un lugar, si acaso existe, en el que el poeta descubre que sus barquitos no naufragan, son valientes y dejan una estela de cosas bonitas que reconquistan corazones solitarios y enfermos.
A veces pienso que Míchel empezó a construir esos barquitos para no tener que hablar y así dejar que sus manos fueran su lenguaje sobre las cosas que hacen daño y no sabes cómo nombrarlas, como la muerte de un hermano, el silencio de un padre o el adiós de un amigo.
Bujaraloz, situado en la provincia de Zaragoza, no mira al mar, su único mar es el desierto de los Monegros que es envolvente y disperso y no cesa de tener lugares recónditos donde poder esconder todos los secretos que somos incapaces de lanzar al mar, porque a veces son imperdonables, otras terriblemente ingenuos, pero de ninguna manera queremos con ellos ensuciar la estela de nuestros barquitos de papel que son la imagen de nuestros sueños surcando el mar de todos los deseos.
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