Opinión | PLACERES CULPABLES

La sal en el pan, la última cruzada

Hay alimentos en los que militamos porque son cultura, identidad, y los abrazamos con sus efectos secundarios e imperfecciones

Pan

Pan

A la salida de la estación de metro de Bellvitge, un hombre vende cabezas de ajo. Los expone en una mesa de camping, en bolsitas de plástico, a un euro las cinco cabezas. La fragancia que te envuelve cuando abres la bolsa es tan intensa que te traslada a una costellada familiar del pasado: apenas guardas memoria visual de quiénes estaban ahí, de qué edad tenías, pero el lustre de las costillas en el plato de plástico y sobre todo el pan regado con aceite es una llamarada de felicidad que, como si viajara en una cuchara, te estalla en la boca con todo su sabor.

Ajo, aceite y pan dejan un rastro en tu memoria imborrable, que ya con la edad también te pueden dar malas tardes de digestión y manzanilla en vena, como una buena calçotada de estas que han regresado con la primavera y el levantamiento de restricciones por el covid. El ardor de estómago y el mal rato no te van a disuadir de repetir la fiesta, como no lo hace una resaca si no es desmedida. Hay alimentos en los que militamos porque son cultura, identidad, y los abrazas con sus efectos secundarios e imperfecciones.  

La semana que dejamos atrás es la de una edición recuperada en muchos sentidos de Alimentaria en Barcelona, con 100.000 asistentes y un festival de iniciativas y propuestas para el futuro de la alimentación, y la cerramos con un pan más insípido por ley: la sal, convertida en enemiga global junto al azúcar, reduce su presencia una vez más en la masa del pan que consumimos. La medida viene impuesta por un Real Decreto, y pretende proteger sobre todo de los riesgos cardiovasculares del exceso de sal en el organismo. La norma no es nueva, hace tres años que se aprobó, pero ha decaído la moratoria dada al gremio para que fuera probando a reducir el cloruro de sodio en la masa de forma que la entrada en vigor de la restricción no suponga un salto cuántico para los consumidores.

Las limitaciones por ley que proliferan en el sector alimentario defienden su necesidad en el universo oculto de la producción, en esos números y letras que se esconden en las etiquetas en forma de ingredientes con letras minúsculas, que potencian sabores para gustar más y estimular el consumo sucesivo.

También argumentan que no se nota en el gusto la reducción de sal. ¿Si no se nota por qué estaba? La cantinela de los que comen sin sal por decisión propia o consejo médico del “ya me he acostumbrado, no es tan malo” no debería ser un argumento para la imposición generalizada. La cruzada saludable de la alimentación, que empezó con los azúcares, ha llegado al pan nuestro de cada día, y las colas de fieles que esperan en la calle ordenadamente a entrar en la nueva panadería Turris del barrio tendrán que asumir las nuevas condiciones como un acto de fe más.

Queda en el aire la pregunta que subyace ante toda medida intervencionista. ¿Las campañas de concienciación no eran suficiente reclamo? ¿No había otra manera de conciliar salud y consumo?

De la 'ley seca' a la 'ley sosa'

Imagino cómo habría sido la cruzada sanitaria aplicada al vino, con reducciones obligadas del porcentaje de alcohol por litro, a la cerveza. Y cómo no imaginar también la resistencia, el mercado ilegal, la nueva clandestinidad ante la ley sosa, la nueva ley seca del pan. Lugares donde se venda pan como el de antes, con el gusto de la memoria, y no solo su crujido y su esponjosidad. Un auge de las panificadoras, el salero siempre en la mesa a punto. Cómo en la última libertad de las cuatro paredes de tu casa, por fin, puedas revivir como en una cápsula de tiempo nostálgica los sabores que forman parte de tu ADN y que son siempre hogar, aunque lo hayan convertido en un nuevo placer culpable, aunque no sea perfecto.