Opinión | RESTRICCIONES POR EL CORONAVIRUS

Pico y pala para una vida limitada

Aprender a convivir con el virus es aprender a llevar una vida limitada, y eso es un cambio de era en toda regla: nos enseñaron a romper límites y nos creímos que las fronteras eran un obstáculo salvable

Una pareja camina por los pasillos del Aeropuerto de Barajas con una maleta.

Una pareja camina por los pasillos del Aeropuerto de Barajas con una maleta. / EFE

Las restricciones siguen aflojando y vamos poco a poco adaptándonos a estos nuevos espacios demasiado tiempo inexplorados que vuelven a abrirse a nuestro alrededor. Reabren discotecas y la mascarilla ya no nos dificulta respirar por la calle, volvemos a llenar los pulmones y a acariciar viejas rutinas, con tiento, la vida antes era así. Sabemos que el coronavirus sigue entre nosotros, y que se ha abierto otra gran brecha social y sanitaria entre los vulnerables, muy expuestos al covid por no estar vacunados, una amalgama de motivos dispares, pero ahora convertidos en burbujas de fragilidad y marginación. Ha nacido una nueva clase de excluidos, los que no viajarán, no podrán acceder a determinada vida pública, quizá abocados a espacios de clandestinidad y riesgo. Para los demás, la mayoría, el horizonte que se abre está repleto de posibilidades pero ya perdimos la inocencia de los sueños perfectos. Seis olas han derribado esa confianza. Aprender a convivir con el virus es aprender a llevar una vida limitada, y eso es un cambio de era en toda regla: nos enseñaron a romper límites y nos creímos que las fronteras eran un obstáculo salvable. Pero nos adaptamos.

Los niños saltaron a los patios el primer día sin mascarilla obligatoria con gritos de júbilo y abrazos de victoria. Las redes sociales vibran con propuestas de planes, reencuentros y reaperturas de locales. No es solo aquí. Todo el mundo se despereza como si la sexta ola hubiera sido un invierno de edredón y ahora saliéramos de la cama para poner sábanas ligeras, desprendernos del abrigo, y disfrutar del sol. Hasta las Antípodas, que se dirigen a su invierno meteorológico, abren fronteras reales, y desde el 22 de febrero ya se puede volar y reconectar tras casi dos años de aislamiento con Australia y Nueva Zelanda. Bali, la mítica isla indonesia ahora semidesierta, prepara el regreso de los primeros turistas.

Dejamos atrás, y conviviremos aún un tiempo, con una forma de entender la vida encapsulada en fracciones de tiempo, en recortes de 16:9, una vida a través de una pantalla, de mucho streaming, Zoom, y de capturas mágicas de momentos, muchos archivados en Instagram, el disco duro de nuestra memoria sentimental. Ese disparo de luz que ilumina el comedor que se volvió nido y refugio a una hora concreta es un tesoro que registramos contra el olvido como antes inmortalizábamos un paisaje del extranjero en vacaciones. 

Nos hemos aprendido el camino en un nuevo circuito como de videojuego, con sus recovecos y sus recompensas, también sus peligros escondidos, y esa irrealidad de la vida en la que estamos inmersos ha difuminado los bordes de la normalidad, aunque seguimos disconformes con la etiqueta de "nueva". 

Estamos hechos para vivir en una contradicción permanente: libertades y restricciones en un equilibrio ¿imposible? Y el día de mañana en una nebulosa agitada por un cóctel de ilusión y temor a partes iguales. 

Y porque la sensación finita de las cosas se ha aposentado en nuestras vidas, hasta cuándo podremos volver a sensaciones y rutinas de antes, cuánto tiempo nos queda hasta la próxima ola, la nueva variante, la posibilidad de otra pandemia ha saltado de la imaginación al campo de las altas probabilidades, seguimos con pico y pala mental luchando contra los límites.