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El mejor tenista de la historia es Margaret Court

A día de hoy me sigue pareciendo ocurrente la frase de Marías, pero priorizo otras cosas al principios sacrosanto de la economía y no me exijo una solución alternativa definitiva. Cuando escribo voy probando, según los contextos, la duplicación, el femenino como genérico, la e y, ay, muchas veces también el masculino genérico.

Margaret Court.

Margaret Court. / EFE

 Hay cosas que no son lo que parecen. Por ejemplo, hay personas que son limpias pero no ordenadas y otras que son ordenadas pero no limpias; que esas cualidades puedan darse la una sin la otra me resulta tan brutal como separar dos gemelos al nacer, pero es así. Otra cosa que no es lo que parece: el mejor tenista de la historia no es Rafa Nadal, sino Margaret Court. Que el mejor tenista no sea Rafa Nadal, para los que somos nadalistas empedernidos, ya es un contratiempo, pero que el mejor tenista, así escrito, sea una mujer es una cosa bastante inesperada. Pero a la César lo que es de la César.

Fue Sara Mediavilla quien llamó la atención sobre esto en Twitter, al enmendarle la plana al siguiente titular de un periódico: «Rafa Nadal se convierte en el primer tenista en ganar 21 grandes tras vencer en el Open de Australia». Y recordaba que, quienes defienden el masculino como valor genérico, deberían titular: «Rafa Nadal es el CUARTO tenista en ganar 21 Grand Slams», pues Margaret Court tiene 24, Serena Williams 23 y Steffi Graf 22».

La RAE le dio la razón: para conservar el titular original, habría que especificar que se trata de un tenista o jugador masculino; de lo contrario, añado yo, habría que dar por bueno el titular de este artículo, tan extraño a los ojos, pero ¿qué otra forma hay si no de ensalzar a Court como la mejor de ambos géneros? Sin circunloquios, claro.

La pelea por el plural inclusivo está tan animada, que a menudo nos olvidamos del singular con valor genérico. «El médico que atiende a tu hijo quiere lo mejor para él» podría ser una bonita campaña de concienciación provacunas que decorara los corchos de las consultas pediátricas de España. Y sería correcto, RAE mediante, pero me reconocerán que cuesta imaginar ahí una médica, y no digamos ya a tu hija. Es sensato pensar que, si con la norma de hoy en día esa frase es correcta, hay que cambiar la norma de hoy en día.

Pero les voy a hacer una confesión (voy a una por columna), no vaya a ser que alguien me tire de hemeroteca: igual que Court y Nadal han recorrido un largo camino hasta llegar a la cumbre, yo, humilde filólogo, también he hecho el mío para llegar a esta última reflexión. Con 23 años fui profesor de Lengua y Literatura en un instituto y a mis alumnas y alumnos se lo decía bien claro: duplicar el género es una solución fallida porque atenta contra la economía del lenguaje. Y recuerdo citar una reflexión de Javier Marías que me parecía divertida: romper el uso genérico de hombre nos llevaría a decir cosas como «el perro y la perra son los mejores amigo y amiga del hombre y de la mujer». Tampoco me gustaba lo de poner @ (¡qué tiempos!) o una x porque eran soluciones impronunciables.

Pero los años fueron pasando, aquella tendencia se consolidó, y a mí, que perderme una transformación social me gusta aún menos que perderme una fiesta, me faltó tiempo para subirme al carro. Primero lo hice con timidez, luego con el furor del converso y ahora con el ánimo de un explorador en un día soleado. He abrazado el dogma del lenguaje inclusivo y ya no creo en lo que defendía en aquellas clases, aunque tampoco me preocupa mucho el daño causado, pues dudo de que aquellas alumnas y alumnos, en vistas de la generación a la que pertenecían, me hicieran mucho caso. Cabe, eso sí, una pregunta legítima ante mi giro: ¿cambié de bando por íntima convicción o soy de uno de esos hombres que se sumó a la moda del feminismo? Pongo cara de Oops... I did it again y les dejo con la duda pero también con la confidencia de que lo segundo no me parece tan grave. Fuera de mí ser un librepensador.

A día de hoy me sigue pareciendo ocurrente la frase de Marías, pero priorizo otras cosas al principios sacrosanto de la economía y no me exijo una solución alternativa definitiva. Cuando escribo voy probando, según los contextos, la duplicación, el femenino como genérico, la e y, ay, muchas veces también el masculino genérico. A veces me las veo y me las deseo, y no digamos ya cuando escribo ficción. Aunque también es divertido ver y copiar las soluciones que van creando las demás. En su novela El comité de la noche, Belén Gopegui creó un personaje que justificaba el hablar de sus madres —cuando no eran dos mujeres, sino un hombre y una mujer—, para evitarse la incomodidad del «mis padres».

Por supuesto que todavía se me caen los anillos de filólogo ante ciertas propuestas, como la de sustituir «los alumnos» por la abstracción «el alumnado»; lo que bueno es que, como son anillos de filólogo, son bastante baratos y, cuando se me pasa el sofoco, puedo recogerlos del suelo porque nadie se los ha llevado. Así que sí, puede que nuestra casa, la de quienes pensamos que el lenguaje es una herramienta más para para corregir una desigualdad histórica, esté un poco desordenada, pero, les aseguro que la tenemos bien limpita. La otra, la de quienes se lo fían todo al masculino neutro de siempre, está mucho más ordenada, qué duda cabe, pero si mueven sus libros, igual se encuentran las estanterías llenas de polvo.