Opinión | COMUNIDAD VALENCIANA

Benidorm ‘mon amour’

La mayor ‘fábrica’ de turistas de este país lleva décadas sobreponiéndose al desprecio con que a menudo es tratada por la intelectualidad. El ‘Benidorm Fest’ la ha vuelto a poner en boca de todos

 A cuenta del Benidorm Fest, me da la sensación de que entre las pasiones derivadas de las querencias por los participantes y el ruido generado por la decisión del jurado, ha pasado desapercibida la -por única-, peculiar idiosincrasia de la ciudad anfitriona, tan denostada a menudo. Benidorm lleva décadas sobreponiéndose al desprecio exhibido por una parte de la intelectualidad española, que, de cuando en cuando, se despacha a gusto con una población a la que, armados de una pluma tan roma como su conocimiento, tratan de encasillar en el estereotipo de la caspa.

Benidorm siempre ha estado por encima de estos juicios de valor, consciente de que desde lo alto del menor de sus rascacielos, ni siquiera desde la cota más elevada, se ve muy por encima de la ignorancia de sus detractores y en la misma medida que quienes la vilipendian dejan al trasluz de sus textos la evidencia sonrojante de que jamás han puesto un pie en sus calles.

Articulistas y tertulianos que deben llevar su propia ropa para posar junto a modelos que lucen alta costura en revistas de prêt-à-porter, acostumbran de año en año a ironizar con las costuras de una ciudad que, con arreglo a las cifras del INE, lleva desde mediados del siglo pasado liderando el ránking de pernoctaciones en España, se mantiene con solidez en número de plazas hoteleras tras Londres, París y Madrid, y encabeza las preferencias de los mercados británico y del turismo de mayores.

A tenor de su aportación al PIB (el turismo representa el 11% de la riqueza de la Comunidad Valenciana y Benidorm es su buque insignia); su tasa de desempleo, siempre por debajo de la media autonómica y nacional; o el precio por metro cuadrado comercial, la anfitriona del Benidorm Fest aporta más a los índices generadores de riqueza que muchas competidoras que presumen de salir en el papel cuché cada vez que un jeque saudí cierra un área comercial para adquirir joyas y relojes de alta gama. Cualquier economista asentirá al escuchar que son preferibles un par de millones de británicos al año que un solo pachá emergiendo del interior de un Rolls. Quizá carezca de la grandeur de otros enclaves turísticos, pero como apuntaba aquel eslogan de la primera campaña de Clinton, «es la economía, estúpido».

Disipada entre las Españas divididas en tanxugueiras, rigobertas y chaneles, Benidorm atesora una historia no tan conocida por mil veces narrada. El Benidorm que todos conocemos nació en 1956. Nunca fue, como erróneamente cuentan las crónicas, un pueblecito de pescadores, sino de marinos, y en sus genes porta el reconocimiento, también de la izquierda, al alcalde falangista que aquel año apostó por poner patas arriba las normas urbanísticas. A la vista del apego que por sus playas demostraban los primeros turistas de Alcoy y de Madrid, Pedro Zaragoza, el alcalde de camisa azul, se lanzó hacia el urbanismo vertical obligado por una geografía aprisionada por sus municipios vecinos.

Así nació la teoría de la caja de cerillas, con la que se demostraba que en altura cabían las mismas personas que en edificación horizontal y además se podrían habilitar, en el espacio libre, zonas ajardinadas, pistas de tenis o piscinas. Todo ello, junto a un ambiente de libertad inimaginable en otras áreas turísticas españolas, hizo de la ciudad el paraíso de las emergentes clases medias de la generación del baby boom, cuyas madres pudieron tomar el sol en bikini frente a la prohibición predominante en otras partes del litoral.

Benidorm acaba atrapando al visitante. Como decía el falso titular que jamás apareció en NYT respecto a Lola Flores («ni canta ni baila, pero no se la pierdan»), Benidorm no tiene el glamour de Marbella ni el encanto de Formentera, pero perdérsela es un lujo que ningún europeo debería permitirse.

Basar cualquier aseveración en la imagen proyectada por las películas de López Vázquez y Gracita Morales o por los años del landismo, es no querer ver que allí también rodaron Bigas Luna, Isabel Coixet, Vicente Aranda, o que marcas de automóviles de lujo o los principales grandes almacenes de España eligen el sky line de la ciudad para vender su producto. Por más que la publicidad del Benidorm Fest haya sido impagable, dudo mucho que sirva para cambiar la opinión de quienes la tachan de cutre y hortera. Benidorm ya ha sobrevivido a muchos detractores. A éstos también los verá pasar.