Opinión | DE PASO

Neurosis y autoritarismo

La neurosis genera una subjetividad autoritaria sobre uno mismo, dispuesta a entregar su confianza solo a un líder autoritario con el que se identifica

Un joven apoya la mano en un cristal - salud mental

Un joven apoya la mano en un cristal - salud mental / Ferran Nadeu

El problema del trastorno psíquico es uno de los puntos fundamentales de la agenda actual desde el punto de vista social y político. Depresión, ansiedad, insomnio, estrés, las formas del malestar psíquico están descritas. Pueden llevarnos a túneles sombríos sin salida. A estas formas de sufrimiento hay que añadir otras más sutiles, igualmente perturbadoras, como esa inquietud que asalta a destiempo, como la conciencia de una culpa sin rostro ni tiempo, pero que trae la noticia del mal del mundo. Cuando te golpea en medio de la noche, ya sabes que el insomnio te ha agarrado.

No te abandonará hasta que repases en la noche todas las cosas pendientes y las dejes marchar con su insignificancia, como pasajeros equivocados del tren de la angustia. Lo que asalta es otra cosa, sin nombre, pero te sume en una inseguridad cada vez más profunda. Viene de vez en cuando, sí, pero cada vez te hunde un poco más. De repente, uno descubre que todos sus hábitos, tics, muletillas, son una fortaleza destruida que no protege, apenas una máscara. Nunca sabes cuándo se desmoronará todo, pero la sensación de fragilidad crece. La pandemia nos ha acostumbrado a vivir sobre un fondo de inquietud que afecta a la totalidad de nuestra vida. Somos como viajeros que ni podemos quedarnos en el andén ni seguir en marcha.

Este tipo de personajes son los que se reúnen en "Nueve perfectos desconocidos", la serie de Jonathan Levine protagonizada por un magnífico plantel de actores. En un sanatorio de lujo, "Tranquilium", esperan encontrar una luz para el dolor de sus vidas. Han sido seleccionados por Masha (Nicole Kidman), y van a ensayar la manera de disolver la niebla de su vida. El método será un coctel de drogas que los llevará a experiencias alucinatorias que quedarán grabadas en su psiquismo como un nuevo sentido de la realidad que atiende a su deseo. Ya no hay opiáceos, analgésicos y somníferos diarios. Un chute de LSD refinado hará que aquello que confirma que el mundo es perfecto, se quede siempre cerca, con la rotunda presencia de lo real. Una experiencia alucinatoria compartida, deja de serlo. Se convierte en realidad.

Ese es el esquema del autoritarismo. Esta es la dirección que ahora se ofrece como gran horizonte de la neurociencia. La condición: dejarse manipular, administrar, experimentar. La dirección jesuítica del alma al lado de este método es un juego de niños. La diferencia de conciencia que se genera entre la directora del experimento y los pacientes es completa. Estos piden a gritos una solución. La fría y magnética -carismática se decía antes- Masha solo exige una cosa: fe incondicional. Los episodios de la serie nos narran esa tensión entre la búsqueda de soluciones inmediatas y la fe necesaria para hallarlas.

Esta es la moraleja. La fragilidad psíquica que erosiona día a día nuestras vidas requiere una tabla de salvación. En medio del braceo entre las olas, no se elige. Uno se agarra a lo que venga a los brazos. Pastillas, alcohol, consignas, ideas, confianza en un administrador, pero que sea rápido, sencillo, perentorio, inmediato, porque el dolor crece. Así se impone el tiempo de los remedios concentrados, repetibles. Han de ser capaces de gastar abundante energía psíquica, librarnos de ella para conseguir un poco de relajación. Pero las tensiones de base siguen ahí y por eso la relajación debe repetirse una y otra vez. Se trata de una producción masiva de neurosis como alivio.

De la misma manera que quien no puede separarse de su conflicto interior ni disolverlo traza un desvío y desplaza toda su energía hacia una acción compulsiva, así, cargados día tras día de tensiones, necesitamos lanzar esa energía hacia el exterior en acciones compulsivas. Ahí reside la virtud relajante del odio. El enemigo explica el enigma de nuestro malestar y proyectamos nuestro dolor a la figura de alguien. Cuando ya no funcionan las pastillas, los opiáceos, los analgésicos, entra el odio, el desprecio, la descarga emocional. Todos ellos son medios de falsa solución perentoria. Ahora, aquí, porque la intranquilidad no deja vivir. Ahora, aquí, una y otra vez, porque en el fondo nada se arregla así.

Recuerdo aquella imagen de la película "Berlín, sinfonía de una gran ciudad" de Ruttmann, en la que el torbellino de los problemas diarios, acelerados, amplificados, (dinero, crimen, guerra, bolsa, paro) produce el vórtice que se traga a esa mujer hiperestésica, crispada, que se lanza a las aguas desde el puente. Es la índole de la subjetividad que no puede más, que se aferra a cualquier cosa que la estabilice. Esa descarga compulsiva de energía para producir relajación es la propia de la neurosis. Por eso la neurosis se nos impone como un ejercicio autoritario sobre uno mismo. Impone una acción absurda, pulsional, repetida, continua, como si estuviéramos atados a ella por una fe mágica, que encadena el alma, pero no arregla nada. Por eso tenemos que repetirla continuamente.

Esa personalidad funda el autoritarismo social. Relaja un poco, pero nos apresa. Como no resuelve la tensión de fondo, exige repeticiones constantes y en escalada, y por eso tiene que asegurarnos la pequeña dosis de descarga diaria, el insulto en Twitter, en Instagram. Al final, la neurosis se convierte en un problema político. Ya lo fue en 1933. Genera una subjetividad autoritaria sobre uno mismo, dispuesta a entregar su confianza solo a un líder autoritario con el que se identifica.