Opinión | Recuerdos

La importancia de un tarareo

Será porque la música que nos ronda es en verdad la última fase de la lucidez. Y, por tanto, del sentido

Las ancianas son uno de los colectivos a los que pretende llegar la unidad móvil de atención a víctimas de violencia de género del Ayuntamiento de Madrid.

Las ancianas son uno de los colectivos a los que pretende llegar la unidad móvil de atención a víctimas de violencia de género del Ayuntamiento de Madrid. / Imagen de archivo / Pixabay

A pocos días de morir, apenas nos reconocía. Por la enfermedad, por el efecto de las pastillas, por el cansancio. Decía frases sueltas y sin sentido como si las palabras bailasen en su cabeza mientras tú, al intentar ordenarlas, te dabas cuenta de que no significaban nada porque tampoco lo pretendían. Solo era que la memoria, en un proceso natural, se desprendía de aquello que le sobraba. Le hablabas y no respondía, pero a veces, en muy pocas veces, aparecía de pronto. Igual que antes, con su misma mirada y su misma sonrisa. Allí estaba, la de siempre, ahora tendida y sin fuerza. La de siempre, aunque fuera con una audacia fugaz. Entonces, sacudida por un rapto de lucidez que podía durar un minuto o mucho menos, te llamaba por tu nombre y vibraba y aun acertaba a decirte más: preguntaba por la familia y por las cosas. Entonces, te decía. 

Te decía: qué orgullosa estoy. Sin solemnidades ni pretensiones, con la carga justa para que captaras que esa frase no era para ti o para ti en ese momento, sino para ti más adelante, cuando ella se reservase a tus noches en vela y pudiera quedarte al menos algo en lo que tenerte. Qué orgullosa estoy, decía al intuir que sería lo último que iba a decir y notabas el esfuerzo por asegurarse de que eras tú el que entendía que su lenguaje, casi sin palabras, iba a quedarse al fin sin ninguna. Luego de eso no volvió a decir otra cosa. 

Luego de eso hubo que acostumbrarse a la última forma de entenderse con ella, que resultó ser la música. A ratos, le salía el tarareo de una canción vieja que traía y llevaba desde donde la tuviera guardada, seguramente al final de los recuerdos. Cuando su expresión se limitaba ya a las muecas y a los gestos, le quedó aquella canción que habría aprendido de joven, o de mayor quién sabe, y que quizá asociaba a una imagen o a un instante. Eso es la música, supongo, aunque no lo veamos, que es lo que pasa con lo importante: que no es tan fácil distinguirlo. Hasta que una tarde hecha de esperas y de silencios reparas en que la música es lo último que olvidan los que están a punto de olvidar y será por algo que sean capaces de recitar entero un estribillo con sus acordes sin que puedan nombrar en cambio los objetos que tengan delante.  

Nos quedarán, pues, las canciones que nos traigan a alguien o nos traigan algo, las que otros hayan escrito y hayan tocado pero que, sin embargo, sean nuestras porque las pusimos sin querer en un rincón recóndito de la memoria, donde permanecerán hasta los restos. Nos quedará un tarareo igual que aquel que debió de significar para ella un momento tan íntimo, tan suyo, y que iba a ser en adelante para mí y por siempre ese vínculo concreto con ella, tan íntimo y tan mío. Será porque la música que nos ronda es en verdad la última fase de la lucidez. Y, por tanto, del sentido. Tarareemos entonces, que es lo que nos queda. Que cuando haya de venir el olvido tengamos al menos la música en alto y estemos, ojalá, en mitad del baile.