Opinión | EXCLUSIÓN TECNOLÓGICA

Me da miedo ir a los bancos

Cajero de CaixaBank.

Cajero de CaixaBank. / Álvaro Monge

La otra mañana mi madre, de 82 años, me sorprendió con esta afirmación: "Me da miedo ir a los bancos". Me quedé perpleja. Es cierto que sí sabía de algunas de las cosas que le habían sucedido o que había presenciado en los últimos meses –ella misma me las había contado–, pero de ahí a que le diera miedo ir a los bancos, es algo que no me esperaba y me pareció sorprendente y más aun en una mujer, niña de posguerra, nacida tras la muerte de su padre y que con nueve años no dudaba en ir con su madre hasta la estación de la Química, en Zaragoza, para esconder bajo sus faldas los alimentos que un amigo ferroviario les traía de extraperlo desde La Rioja.

Le pregunté sobre la razón de ese nuevo miedo y me dijo muy escuetamente que todo era demasiado complicado para una mujer de su edad que siempre había encontrado un ser de confianza tras las ventanillas, donde ahora todo era frío y la utilidad se medía por saber hacer un buen uso de las contraseñas, respetar unos horarios cada vez más restringidos y acabar aceptando que la vejez arrincona y desahucia. La miré con desaliento porque ella en ese instante era el reflejo de lo que les sucede a miles de personas mayores y no tan mayores que tienen miedo a ir a los bancos, porque saben que no saben hacer determinadas cosas y eso les hace inseguros y frágiles.

Es cierto que hacía unas semanas me dijo que algún día algo gordo iba a suceder, "porque hay mucha tensión" y me contó cómo en una sucursal una mujer de una edad parecida a la suya, pero con movilidad reducida, fue a sacar dinero de su pensión y le dijeron que no, que estaba fuera del horario, aunque la ventanilla seguía abierta. La mujer, me explicó, se indignó mucho y le dijo al director que era su dinero y no el dinero del señor…, y nombró al director de ese banco, y que solo faltaba que ella, jubilada y enferma, no pudiera sacar su dinero a la una del mediodía, porque esa no era la hora adecuada.

La mujer, me explicó, estaba muy indignada y casi lloraba, pero se fue y en el banco se instaló el silencio y el malestar tanto entre los empleados, que solo cumplen órdenes, como entre los clientes que cada vez se sienten más desamparados y no entienden, porque nadie se lo ha explicado, qué hacen tan mal para sentir, cada vez que traspasamos la puerta de un banco, que algo no saldrá bien.

Mi madre ha optado por culparse de todo: es culpa suya cuando pone el pin bien en el teclado del cajero y el cajero se engulle su tarjeta; es culpa suya que ahora le pidan una clave de firma de la que nunca escuchó hablar; es culpa suya si desconoce los nuevos horarios o las nuevas restricciones porque nadie le informó; es culpa suya no saber ingresar dinero a través del cajero; es culpa suya… Siempre es culpa suya, aunque de nada tenga la culpa.

TEMAS