Opinión | EDITORIAL

Boris Johnson, el peligro del animal herido

Un primer ministro golpeado por el 'partygate' no es un buen referente de templanza frente a Rusia

El primer ministro de Reino Unido, Boris Johnson, interviene en la Cámara de los Comunes.

El primer ministro de Reino Unido, Boris Johnson, interviene en la Cámara de los Comunes. / EUROPA PRESS

Que una crisis tan grave como la de Ucrania, con un posible conflicto bélico sobre la mesa, coincida con un primer ministro británico noqueado, políticamente herido y acosado incluso por los suyos es muy preocupante. Y lo es para su gobierno, para los británicos, para Europa y para el orden mundial, habida cuenta de que Reino Unido sigue siendo el principal aliado de Estados Unidos en la OTAN. Boris Johnson continúa negándose a asumir su responsabilidad por activa o por pasiva en el llamado ‘partygate’, mientras sus ciudadanos siguen sufriendo los estragos de la pandemia y una crisis derivada de la salida abrupta y caótica de la Unión Europea, que el propio Johnson ha liderado. Ahora se empeña también en marcar impronta ante el desafío ruso: desde su Ministerio de Defensa aseguran tener información sobre las intenciones de Vladímir Putin de colocar, en el gobierno de Kiev, un líder prorruso, sin descartar además una invasión. A estas alturas, nadie duda del potencial de los servicios de información británicos. Sin embargo, hacer públicas y oficiales unas aseveraciones de tal calibre en plena ofensiva diplomática para tratar de rebajar la tensión con Rusia no parece, a priori, lo más aconsejable para los intereses de Europa.

La negativa inicial del 'premier' a reconocer que había participado en fiestas clandestinas en Downing Street y su intento de quitarles importancia ha llevado incluso a un número significativo de diputados del Partido Conservador a pedir su dimisión

Tampoco es bueno para la UE, dejando al margen por un momento la situación en torno a Ucrania, que la democracia europea más antigua padezca una crisis de confianza como la que está viviendo, provocada por el empeño de Johnson en mantenerse en el poder en contra de la opinión pública e incluso de numerosos diputados de su propio partido. La zozobra que conocen las instituciones del Reino Unido -agravada por las acusaciones de abuso sexual a menores que implican al príncipe Andrés y ponen en un brete a la Casa de Windsor- debe constituir, asimismo, motivo de preocupación de todos los europeos en unos tiempos tan complejos como los actuales, con una pandemia que no termina de irse y una doble crisis económica y social que no termina de remontarse. El goteo de informaciones de las últimas dos semanas acerca de la utilización de las dependencias de la residencia del primer ministro para organizar, en pleno confinamiento por el covid, fiestas clandestinas constituye un escándalo mayúsculo. Máxime cuando todavía hoy los ciudadanos británicos están sometidos a ciertas restricciones debido a la pandemia. La participación confirmada del propio Johnson en alguna de estas reuniones, y su pretensión de desconocer las restantes, han indignado a los británicos y provocado un auténtico terremoto en la Cámara de los Comunes. Su negativa inicial a reconocer los hechos y su intento de quitarles importancia ha llevado incluso a un número significativo de diputados del Partido Conservador a pedir su dimisión. En la última sesión de la cámara, un diputado tory le pidió que se fuera "por el amor de Dios", emulando a un colega suyo que pidió la dimisión del primer ministro Neville Chamberlain, en mayo de 1940, cuando éste se negaba a reconocer el peligro que suponía Alemania cuando los nazis ya habían iniciado la invasión de Noruega.

Así las cosas, no parece que los numerosos intentos de Johnson de desviar la atención hacia otros asuntos de política interna o de carácter internacional vayan a disolver el grado de malestar que ha alcanzado su propia organización política. Tampoco que, de momento, la presión vaya a lograr que tire la toalla. Pero el primer ministro, como animal herido, puede ser un peligro para una Europa y una OTAN que necesitan, más que nunca, líderes con templanza para decidir sobre Rusia.

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