Opinión | JOAN DIDION
La sinceridad y la pena
Me impresionó muchísimo aquella voz suave, aquellas manos huesudas y esos hombros que, delgados y finos, cargaban más peso del que nadie debería soportar nunca.
Me avergüenza un poco reconocer que no la conocí en sus libros. Fue viajando a Fuerteventura, porque me habían recomendado ver un documental, El centro cederá. Durante más de la mitad del vuelo, concentrada en la mínima pantalla de mi teléfono, me bebía con los ojos la historia de Joan Didion. Me impresionó muchísimo aquella voz suave, aquellas manos huesudas y esos hombros que, delgados y finos, cargaban más peso del que nadie debería soportar nunca.
Cuando aterrizamos, busqué sin éxito en el quiosco del aeropuerto. Ahora que la había conocido, tenía que leerla. No tuve suerte. Con urgencia, leí un artículo suyo en internet. Uno antiguo del New Yorker sobre las últimas palabras de Hemingway. Quería más, quería conocerla a ella.
En Corralejo no había todavía muchas librerías. Mi amigo el inglés que vendía libros de segunda mano en su pequeño local sabía of course quién era Didion pero no creía tener nada suyo. If I had any I would lend them to you, but not sale. She's the cleverest one. Al día siguiente, el primer día de playa, bajo un sol radiante, mi padre me llevó a Puerto del Rosario, a la librería Tagoror. Me hubiera llevado todos pero solo tenían El año del pensamiento mágico y Según venga el juego.
Fue un verano maravilloso. Iba a la playa cada día acompañada de Joan y la forma de limpiarse con tinta sus heridas me fascinaba. Mientras la leía, aquella prosa —creo, después de haberla leído en Inglés, que muy bien traída al castellano por Javier Calvo— envolvía mis días. Todo lo que me pasaba y lo que me había pasado y lo que me podía pasar, se narraba entonces en mi cabeza tratando de imitar la voz de la norteamericana.
Ahí empecé una especie de diarios que aún sigo escribiendo casi cada día —voy ya por el cuarto— y descubrí la capacidad terapéutica de describir los detalles que no parecen importantes en la catástrofe. Nuestros ojos no dejan de ver y alguien puede haber muerto pero aquella lámpara sigue siendo azul, como la tristeza, como la literatura. Leyéndola, me pareció entender cómo aquellos hombros tan escuetos soportaban tanta tristeza: descansaban cuando escribían y por eso no podía dejar de escribir.
He vuelto a estar triste muchas veces, pero ahora siempre escribo. Los textos de Joan Didion atrapan la tristeza y la enjaulan hasta hacerla elegante. La exponen, la explotan. No habrá —o yo no reconoceré, por que ya soy de Didion como quien es del Barça— mejor narradora de la tristeza, ni de la alegría, ni de la realidad.
Justo en medio de su último libro Lo que quiero decir y en medio de las Navidades y en medio de esta pandemia, la que siempre será mi escritora favorita, me abandona. La sigo leyendo con un poco más de pena, como si la hubiera conocido y siempre estaré agradecida y orgullosa como si hubiera sido ella en persona quien me enseñó a ser sincera cada vez que escribo.
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