Opinión | ANÁLISIS

Felipe el equilibrista

Más allá del marco normativo, ahora en discusión, corresponde al Rey mantener ese equilibrio constante en su comportamiento.

El rey Felipe VI preside el acto conmemorativo del septuagésimo aniversario de la Asociación de Academias de la Lengua Española

El rey Felipe VI preside el acto conmemorativo del septuagésimo aniversario de la Asociación de Academias de la Lengua Española / Javier Lizon

La Monarquía sobrevive en el equilibrio. Solo así, entre la tradición y la adaptación al signo de los tiempos, ha conseguido mantener su carácter simbólico y mediador, en el que ha encontrado su lugar y su razón de ser allí donde permanece. Más allá del marco normativo, ahora en discusión, corresponde al Rey mantener ese equilibrio constante en su comportamiento.

Aunque es cierto que el Rey no se somete periódicamente al veredicto de las urnas, desafiar año tras año a la amenaza del share no es reto pequeño. La monarquía se sostiene en la tradición y no hay acto más tradicional a lo largo del año, que el discurso del Rey, que marca el comienzo de la cena de nochebuena en muchos hogares españoles que lo siguen, unos con respeto y atención, otros como hilo de fondo que ha acompañado sus navidades, unos con interés y otros para poder desahogar su indignación con la pantalla.

Así las cosas, desde su proclamación no ha habido noche fácil para el Rey Felipe. Todos sus discursos se han mirado con lupa. No hay objeto decorativo, gesto o palabra que no se someta al juicio de redes sociales y columnistas, en apretada competición de originalidad, dispuestos a sacar punta al discurso “de siempre”. No hay ejercicio mayor de equilibrismo. Equilibrio en las formas, equilibrio territorial, equilibrio político, equilibrio social, equilibrio institucional, equilibrio ideológico, equilibrio religioso…

La clave para ser creíble, en una alocución pública y leída, es conectar con el estado de animo del espectador. Solo así se logra el equilibrio entre una declaración formal de buenas intenciones y el compromiso de un monarca que sabe y siente como la sociedad en la que vive. Este es el principal y más importante equilibrio, la empatía de captar y entender el humor social y hoy ese punto de partida para muchos, era una inmensa sensación de soledad.

Quizás lo más difícil haya sido gestionar las expectativas. Como sucede con el fútbol o la política, antes de empezar a verlo todos tenían ya escrito “su” discurso del Rey, y no habrán dejado de alegrarse, sorprenderse o indignarse según les haya ido el discurso. Algunos habrán echado en falta una mención, este año la ausencia más clamorosa ha sido otra vez la del rey emerito; habrá quienes hayan encontrado en sus palabras referencias veladas, incluso reprimendas a algún político y siempre habrá quien haya pedido más. Más solemnidad, más contundencia, más realismo, más valentía, más empatía…

Ha destacado la reivindicación sólida y contundente de la democracia española, un “gran proyecto de transformación” que se alza apoyado en la “viga maestra” de la Constitución y el reconocimiento al papel de la Unión Europea. Con unas dosis de autoestima, de esas de las que tan a menudo andamos escasos en nuestro país.

No han faltado referencias sentidas al covid, llamando a la prudencia pero sin alarmismo. Y a los temas que ocupan las preocupaciones de los españoles como el empleo, la igualdad, la sostenibilidad ambiental y la catástrofe de la Palma.

En resumen un discurso optimista, ni pesimista ni conformista, sin olvidar a los que lo están pasando mal, con una referencia, genérica y un poco artificial, a los retos globales que afrontamos, y a la necesaria capacidad de adaptación y ambición suficiente para progresar ante los nuevos retos. Un discurso plano, sin grandes hitos, por momentos aburrido, aunque muchos pensaran que, tal y como está el patio, no hay tono mejor.

No era momento de ponerse creativo, ni resultar original. Toda institución debe su existencia a la legitimidad que le concede su ejercicio, y en el caso de la Monarquía esto hoy pasaba por actuar como espera la sociedad, ofreciendo tranquilidad y sosiego, paz y seguridad, autoestima, optimismo ante el futuro, y, todo esto, sin situarse al margen de la realidad.

El Rey ha vuelto a revalidar, como cada año, su puesto como símbolo nacional, aunque cada uno le atribuya diferentes significados. No faltarán críticas, de aquellos a los que les sobra el Rey, pero Felipe el equilibrista se ha mantenido firme sobre la cuerda floja consciente de que, en los tiempos que corren, no puede haber mayor éxito que el de sobrevivir.