Opinión | DIVIÉRTETE AHORRANDO

Cómo saber si el pesado de la Nochebuena eres tú

Lo confieso: me ponen nervioso los silencios, de camino a una cena preparo temas de conversación por si la espontaneidad falla

Una cena de Navidad

Una cena de Navidad

 Hay una forma de compadreo social que siempre me ha producido estupor: llega un momento de cualquier conversación en el que alguien afirma: «Hay mucho gilipollas suelto» y la concurrencia asiente y ríe. La frase tiene sus variaciones: «El mundo está lleno de idiotas», «hay que cada pesado por ahí», «no puedo con más cuñados». En todas ellas la aprobación popular es la misma. Y yo, claro, que no hay cosa que deteste más que quedarme fuera, también asiento y río, pero me quedo preguntándome: «¿cómo lo saben?».

¿Conocen ustedes eso del recuerdo de voto? Cuando un partido gana las elecciones y en los días siguientes una encuesta pregunta a los ciudadanos, hay más gente que dice que votó al partido ganador de la que realmente lo hizo. Tal desfase tiene una lógica aplastante: ese día importa menos la ideología que el deseo de contarse entre los ganadores y participar de la fiesta. Volviendo a lo de antes, lo que me inquieta es: ¿cómo sabe esta gente que en este corrillo no hay ningún gilipollas, idiota, pesado o cuñado? ¿cómo pueden estar seguros de que aquí no hay al menos uno que, cuando los demás no miran, va por ahí dando la turra? Y aun peor: ¿cómo puedo saber que ese gilipollas de turno no soy yo?

El arquetipo que sustenta la mayor parte de las películas es el del tipo endurecido por la vida, un poco misántropo, al que en algún momento se le ve el buen fondo que tenía. Siempre me ha parecido un poco facilón—basta con hacer un personaje hosco para que, cuando se le escape una sonrisa, todos nos derritamos de emoción— pero el esquema es de una eficacia innegable. Por un lado está él, ensimismado, profundo y melancólico, y por otro el resto del mundo, que no le comprende y le brasea. El protagonista intenta escaquearse de esa plúmbea cena con el matrimonio vecino o salir del bar a fumarse un cigarrillo para que la gente del trabajo no siga hablándole de cosas que no le importan un carajo. La misantropía se desata y se vuelve cómica cuando el personaje trabaja de cara al público, y debe atender al personal, y no digamos ya cuando es psicólogo y vemos desfilar a los loquitos contándoles sus miserias.

Por una atrofia en mi sistema empático, en esas escenas, hechas para que comulguemos con el protagonista, no puedo evitar identificarme con el matrimonio vecino, el compañero del curro y no digamos ya el pesado de la ventanilla o el paciente verborreico. Lo confieso: me ponen nervioso los silencios, de camino a una cena preparo temas de conversación por si la espontaneidad falla, y hace poco mi cuñada me afeó que cuento las anécdotas siempre de la misma forma, como si estuvieran prefabricadas.

Desde luego, si algo me distingue del citado arquetipo es su austeridad en materia de economía sentimental. Esos personajes tardan mucho en otorgarle a alguien su confianza, pero cuando lo hacen es para siempre. Yo le cuento mi vida al primero que me dé el saludo. Ellos tienen, por tanto, pocos amigos pero bien elegidos. Mi felicidad, en cambio, es cuantitativa antes que cualitativa: me da gustito el bullicio de las cenas navideñas multitudinarias a las que asiste incluso ese primo lejano que me sigue llamando Miguel. Con todas estas papeletas en la saca, vuelvo a preguntarme, ¿seré yo el gilipollas que alimenta corrillos ajenos?, ¿soy el pesado del que todo el mundo habla?, ¿soy, en definitiva, el cuñado de mi cuñada?

Ay, si este es mi pecado mortal que sea al menos también mi salvoconducto en Navidad. Lo mejor para sobrellevar la chapa de un pariente sobre su jefe en la Oficina de Administración y Transformación de los Recursos Humanos, ¿no es habérsela dado tú antes sobre lo mucho que te molesta que en tu claustro te obliguen a comprar Lotería de Navidad cuando tú no crees los juegos de azar? Al protagonista misántropo le digo: si dejaste pasar tu turno para irte a fumar tu melancólico cigarrillo en la fría noche invernal, no te quejes luego. Porque en ese triste toma y daca, en ese dulce dar la brasa para recibir la turra, es como los demás encontramos la mejor forma posible de pasar la noche, sino la vida.

El lunes se cumplieron cien años del nacimiento de Augusto Monterroso, conocido como el escritor del microrrelato del dinosaurio, pero autor también del mejor cuento navideño jamás escrito: «Alguien que a toda hora se queja con amargura de tener que soportar su cruz (esposo, esposa, padre, madre, abuelo, abuela, tío, tía, hermano, hermana, hijo, hija, padrastro, madrastra, hijastro, hijastra, suegro, suegra, yerno, nuera) es a la vez la cruz del otro, que amargamente se queja de tener que sobrellevar a toda hora la cruz (nuera, yerno, suegra, suegro, hijastra, hijastro, madrastra, padrastro, hija, hijo, hermana, hermano, tía, tío, abuela, abuelo, madre, padre, esposa, esposo) que le ha tocado cargar en esta vida, y así, de cada quien según su capacidad y a cada quien según sus necesidades».

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