Opinión | MONARQUÍA

El rey emérito no volverá en Navidad

El rey Juan Carlos y el Príncipe Felipe en 2014, durante la ceremonia de sanción y promulgación de la ley orgánica por la que se hizo efectiva la abdicación del Rey en favor de su hijo y heredero.

El rey Juan Carlos y el Príncipe Felipe en 2014, durante la ceremonia de sanción y promulgación de la ley orgánica por la que se hizo efectiva la abdicación del Rey en favor de su hijo y heredero. / EFE/Juan Carlos Hidalgo

Es cierto que gran parte de las causas judiciales que se abrieron para investigar las irregularidades fiscales cometidas por Juan Carlos I van siendo archivadas, pero el juicio moral de la sociedad española sobre el comportamiento, en los últimos años, del rey emérito ya está visto para sentencia y es negativo. Juan Carlos I no es un ciudadano como otro cualquiera hasta tal punto que su nombre aparece, con todas sus letras, en el artículo 57 de la Constitución española. Ese hecho, además de la rigurosa descripción que hace el texto constitucional de las funciones de la Corona, obligan al rey emérito a comportarse con la máxima responsabilidad frente a su país y frente a la institución monárquica. El interés personal de Juan Carlos I, su comprensible deseo de volver a casa y su tristeza por estar tan lejos de España, deben supeditarse a un interés superior: el del Estado y de la sociedad española.

Nuestra Monarquía forma parte del pacto constitucional y por eso es obligación de los grupos parlamentarios que se inscriben en ese marco legal (y son todos porque todos ellos se sientan en las Cortes constitucionales) respetar a la Corona como un elemento fundamental de nuestro estado de derecho. Los anhelos republicanos son perfectamente legítimos pero sólo podrán realizarse a través de una transformación profunda de la Constitución vigente. Pero de momento, y si el Gobierno y el Parlamento están llamados a preservar el buen funcionamiento de la Corona, con mucho más motivo debe hacerlo quien la ostentó durante casi 40 años.

Juan Carlos I ya está en los libros de historia y su impecable gestión tanto durante la Transición como en los momentos más difíciles de la consolidación democrática en España no admiten discusión. Ahora bien, el rey emérito no puede ignorar que sus errores personales y el más que dudoso manejo de su patrimonio han generado desde una gran decepción hasta una clara indignación entre la mayoría de los españoles. Y es por eso que a estas alturas cabe exigir a Juan Carlos I un ejercicio de humildad y contención y el sometimiento de sus intereses a la voluntad de la Casa Real y del gobierno.

El actual rey, Felipe VI, ha demostrado un compromiso intachable con sus funciones constitucionales y ha sacrificado, seguramente con dolor, la relación personal con su padre y con parte de su familia más directa en favor del interés superior del Estado y del país. En este momento, Juan Carlos I le debe a su hijo el mismo respeto del que él disfrutó durante su largo reinado. El rey emérito acertó en su función monárquica y se equivocó gravemente en su comportamiento personal. Una manera de pedir perdón a los españoles es no añadir dificultades y problemas políticos a su país. Es humanamente comprensible que el rey emérito, en su soledad y con sus años, desee volver a España y, si decide hacerlo porque ha resuelto todos sus pleitos, no será fácil impedírselo. Pero es a él, a Juan Carlos I a quién corresponde, en esta etapa final de su vida, estar a la altura de las circunstancias y de su propia figura histórica.