Opinión | VIVIENDA

Gran angular

Colarme en la intimidad de los hogares de desconocidos me resultó una delicia, un complemento perfecto a mi labor cotidiana de guionista que inventa vidas ajenas

Un hombre observa los carteles de una inmobiliaria

Un hombre observa los carteles de una inmobiliaria / EFE/Fernando Alvarado

Pensé que no me iba a gustar nada, que me resultaría desagradable y tedioso. Una cuesta arriba de decepciones hasta que, muy avanzado al camino, encontrase algo simplemente potable. Es lo que había oído: que te acabas deprimiendo por los lugares desoladores que pretenden venderte y por los precios inalcanzables. Y sin embargo… Descubrí un filón que bien podía haber sido una vocación.

Todo empezó una noche en que me desvelé y, como suele ocurrir en las madrugadas, un pensamiento ni elegido, ni preparado se posó sobre mi frente como mosca sobre calva: ¿qué hago en esta casa? Mis hijas han volado del nido. Mi pareja murió. ¿Para qué necesito tantos dormitorios, tantos metros? ¿Qué hago en este lugar? La construí con mimo e ilusión, también con vértigo más de veinte años atrás. “¿Seré capaz de pagar la hipoteca?”, se preguntaba entonces la treintañera que yo era y que se enfrentaba a una compra de vivienda sin certezas sobre su futuro laboral.

Entonces mi vida era muy distinta, yo era muy distinta. Mi cuerpo subía y bajaba escaleras, ágil, despreocupado, sin pereza para tomar autobuses, cercanías y metros hasta la otra punta de la ciudad, para trabajar o para divertirme. Hoy todo me pesa: las distancias, la intermitencia del transporte público, el silencio de la casa, estas calles de extrarradio sin apenas transeúntes. Me reconfortan el jardín, las viejas acacias, el rosal del tiempo de los abuelos, mis acantos y por supuesto, los pájaros. 

Hace veinte años casi todo era distinto: el porvenir se abría como abanico en verano, móvil, cambiante, ligero. Una casa por llenar era un manantial de posibilidades. Hoy mi porvenir está tan cerrado como abanico en invierno. La casa que habito no es más que un recordatorio constante de cuanto no salió como deseaba, de las ausencias. Apenco y lo asumo, tiro del carro con la terquedad de una mula y su mismo entusiasmo, sin plantearme otra cosa que trabajar cada día y, de vez en cuando, sentarme en el patio de butacas de algún teatro, mi otro jardín.

Tras la noche insomne, me levanté con una idea fija como un tatuaje: necesito un cambio de decorado, pasar de estas paredes a otras, de este barrio a otro. Empecé a visitar webs inmobiliarias y descubrí que mirar fotos de casas ajenas no me aburría, sino que me encantaba. Concerté visitas con los agentes, por lo general jóvenes. Me resultaron mucho más simpáticos de lo que había imaginado.

Mientras me hablaban de las bondades de la vivienda yo me preguntaba: ¿Y dónde vivirá él o ella? ¿Habrá podido encontrar una casa adecuada para sí mismo? ¿Cuánto cobrará? ¿Y cuántos inmuebles tendrá que vender para recibir un sueldo decente? Me distraía y tenía que volver a preguntar por la calefacción o los gastos de comunidad, que no había escuchado.

Si veía algún piso interesante, pasaba a hablar de hipotecas con el banco. Es como ir a la modista. Te miden a lo ancho y a lo largo. Tienes que desnudarte y enseñar todo: tus magras posesiones y tus miserias. La más grande es la edad. Con la hipoteca, te informan, tendrás que sacarte un seguro de vida. Te recuerdan que podrías espicharla pronto y no quieren quedarse con tus pufos.

Pero no me importó. Que las cosas resulten opuestas a mis prejuicios suele alegrarme, y colarme en la intimidad de los hogares de desconocidos me resultó una delicia, un complemento perfecto a mi labor cotidiana de guionista que inventa vidas ajenas. Los objetos nos delatan, las fotos con que presentamos nuestras casas cuando queremos hacerlas atractivas a un extraño me hablaban de sus pobladores invisibles. Qué privilegio.

Somos tan distintos unos de otros y a la vez tan parecidos, rincones que unos exponen con orgullo para atraer compradores a otros nos ponen los pelos de punta. ¿Y qué decir del arte de la fotografía inmobiliaria? El ministro de Consumo debería prohibir por real decreto el uso y el abuso del gran angular, que hace que espacios minúsculos parezcan salones versallescos.

Y es que en ese juego está la parte más hermosa. Imaginar. ¿Cómo sería despertar entre esas paredes, bajo la luz de otra ventana, hervir la leche en aquella cocina, colgar mi vestido en otro armario? Y transformar: ¿cómo convertiría yo en propio ese espacio ajeno? Y no hablo de reformas, a las que nos hemos hecho tan aficionados que es la excepción mudarnos sin tirar abajo los tabiques, como si conservar los paramentos originales fuera pecado. Hablo de las posibilidades que se reabren cuando algo vacío y abandonado recibe el latido de una nueva vida. Tal vez la mía, tal vez la tuya.