Opinión | DESAFECCIÓN POLÍTICA

Jóvenes, envejecimiento y futuro de la democracia

España no es país para jóvenes y esto debería cambiar: de lo contrario, muchos votarán con los pies o, lo que es peor, estarán cada vez más frustrados con el sistema

Milenials

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El acuerdo de coalición entre socialdemócratas, verdes y liberales, que permitirá formar un nuevo gobierno en Alemania, además de incorporar una renovada apuesta por la integración europea, una subida del 25% del salario mínimo o fuertes compromisos medioambientales, pretende rebajar la edad para votar a los 16 años. Lo más probable es que la medida no se materialice. Los conservadores se oponen y sus votos serían necesarios para semejante reforma. Sin embargo, el mero hecho de que se plantee, debería hacernos reflexionar.

Los alemanes, tal vez por su larga tradición filosófica, suelen tomarse bastante en serio los aspectos morales, de equidad y de justicia -- incluidos los intergeneracionales -- cuando debaten sobre las políticas públicas. Y parece que se han dado cuenta de que hay un problema grave cuando la voz de los jóvenes se oye cada vez menos en el sistema político como consecuencia del envejecimiento de la población. 

En España, donde tenemos más desempleo juvenil, peor sistema educativo y de investigación, mayor nivel de deuda o peores perspectivas medioambientales que en Alemania, haríamos bien en tener una reflexión parecida, no necesariamente sobre el cambio de la edad para empezar a votar (o tal vez sí), sino acerca de cómo incorporar las necesidades y preferencias de los jóvenes en las políticas públicas. Desde hace ya demasiados años, España no es país para jóvenes. Y esto debería cambiar. De lo contrario, muchos, o bien votarán con los pies (se irán), o lo que es peor, estarán cada vez más frustrados con el sistema político. 

La dinámica que subyace a esta tensión intergeneracional es bien conocida: las cohortes de edad más numerosas tienden a tener más voz en el sistema político y, además, cuanto más envejecen, más se movilizan para que sus reivindicaciones lleguen al Parlamento, ya que son más conscientes de sus intereses, tienen menos capacidad de adaptación ante los cambios y, algunas veces, tienen más tiempo para manifestarse. Esto hace de la generación del baby boom, que en España corresponde aproximadamente a los nacidos entre 1956 y 1976, haya sido y siga siendo la más capaz de marcar la agenda política.

Y conforme va envejeciendo (y la esperanza de vida va aumentando), tiene claro que sus principales reivindicaciones son la defensa del poder adquisitivo de las pensiones y la extensión del gasto en sanidad, dependencia y otras prestaciones sociales. No es que otras cosas no les interesen, pero esas políticas públicas les interesan más y, sobre todo, están más dispuestos a ejercer presión sobre el gobierno para reivindicarlas. Como además los mayores de cincuenta años tienen más probabilidades de votar que los más jóvenes, no hay partido político que se atreva a desoír sus demandas.

Pero la realidad es tozuda: los jóvenes en España soportan los niveles más elevados de precariedad laboral, tienen peor acceso a la vivienda, sufrirán mucho más las consecuencias del cambio climático que los baby boomers y, seguramente, tendrán que pagar más impuestos para devolver una deuda creciente. Además, por motivos demográficos como el aumento de la esperanza de vida, es muy improbable que vayan a disfrutar de pensiones tan generosas como las actuales, aunque contribuyan a financiarlas.

Por si esto fuera poco, han vivido dos crisis económicas muy intensas (la financiera que estalló en 2008 y que mutó en la de deuda pública de la zona euro y la causada por el covid-19 en 2020), sufren niveles de pobreza y exclusión más altos que otras generaciones y tienen perspectivas de futuro cada vez más inciertas. Pero como son “relativamente” pocos, no se movilizan, hacen poco ruido y, además, en su mayoría son optimistas (que para eso son jóvenes), sus demandas políticas apenas se visualizan.

Valgan como ejemplos la reciente decisión de aumentar las cotizaciones sociales para financiar las pensiones o la de que el transporte público en Madrid sea gratuito para los mayores de 65 años a partir de 2023 mientras los mayores de 26 tendrán que seguir pagándolo la tarifa completa (¿no sería más justo subvencionar en función del nivel de renta en vez de atender a la edad?).

En definitiva, existe una asimetría estructural en contra de los jóvenes en las políticas públicas. Mientras que las medidas que favorecen a los baby boomers van más o menos en piloto automático (y por el aumento de la longevidad son cada vez un porcentaje mayor del gasto público), avanzar en las que beneficiarían más a los jóvenes requiere de un coraje político que encaja mal con la habitual visión cortoplacista que suelen tener los partidos.

Como los recursos son limitados, la labor de los líderes políticos debería ser asignarlos de una forma justa y eficiente, lo que a veces exigirá tomar decisiones a las que se opondrán algunos grupos de votantes, que pueden ser numerosos. Desde el punto de vista de la economía política, no es tarea fácil. Pero si no se atiende más a las necesidades y preferencias de estos colectivos estamos ante una bomba de relojería. Perderemos el talento de los más capaces, que buscarán oportunidades en otros sitios, y los que se queden acumularán frustración. Al final, seremos todos más pobres y estaremos menos cohesionados como sociedad. Ojalá España vuelva a ser país para jóvenes.