Opinión | TRIBUNALES

El covid, en el laberinto legal de nuevo

Una mujer muestra su pasaporte covid antes de entrar en el cine

Una mujer muestra su pasaporte covid antes de entrar en el cine / Manu Mitru

Los Tribunales Superiores de Justicia del País Vasco y Aragón acordaban ayer denegar a los respectivos gobiernos autonómicos la facultad de exigir el llamado pasaporte covid en el acceso a determinados espacios cerrados. 

Por el contrario, la Xunta de Galicia cuenta ya con el aval de su Tribunal Superior para solicitarlo a la entrada a hospitales. Y Canarias lo sigue exigiendo en sus aeropuertos también en vuelos desde otros puntos de España. En agosto, no obstante, ya hubo otros tantos autos en comunidades como Andalucía e Islas Baleares que se mostraron reacios a respaldar medidas semejantes.

Pues bien, haciendo un poco de recapitulación de los hechos, en agosto de 2020, con el primer estado de alarma vigente aún, el Consejo Interterritorial de Salud, reuniendo a los distintos Consejeros de Sanidad de las comunidades autónomas, bajo la Presidencia del entonces ministro de Sanidad, D. Salvador Illa, acordó adoptar por unanimidad una serie de medidas a trasponer en cada normativa autonómica.

Al menos, en aquella ocasión se contó con una Orden Ministerial comunicada que permitió a las comunidades justificar los acuerdos y órdenes que se fueron sucediendo en cada una de ellas mostrando un mapa homogéneo de medidas sanitarias, que, sin embargo, meses después, la distinta evolución de la pandemia y la ausencia de voluntad coordinadora del Ministerio se ocuparon de romper.

Muchos dirían, y no se equivocarían, que estamos viviendo ahora un déjà vu de la situación vivida a mediados del año pasado cuando cada comunidad decidió establecer medidas sanitarias de distinta extensión y repercusión (limitaciones horarias en establecimientos, restricciones en las reuniones, toques de queda,…) que cada Tribunal refrendó o revocó. 

Aquellos Tribunales que las refrendaron lo hicieron apoyándose en la preminencia de la protección de la salud en tanto que expresión del derecho mismo a la vida como superior a cualquier otro, justificando así la limitación, incluso, de otros derechos, algunos fundamentales, tales como el derecho a la igualdad de trato y no discriminación (art. 14 CE), el derecho a la libertad de circulación y seguridad (art. 17 CE), el derecho a la intimidad personal y familiar (art. 18 CE), el derecho a la libre circulación (art. 19 CE), la libertad de reunión y manifestación (art. 21 CE), el derecho a la libertad religiosa y de culto (art. 16 CE) o el derecho al trabajo y libertad de la empresa (art. 35 y 38). 

Y aquellos que la revocaron, argumentaron que los Gobiernos autonómicos no justificaban de forma suficiente porqué debían ser esas medidas las aplicadas y cuál iba a ser el beneficio real para el ciudadano y su repercusión positiva en la evolución de los contagios. 

Así, llevando esta situación al absurdo, pasabas de una comunidad autónoma con menor incidencia pandémica pero normas más restrictivas, a otra con mayor presión hospitalaria en la que tenías mayor libertad.

Este galimatías se debió, sobre todo, a una problemática jurídica que, si antes de esta crisis, se podía medio intuir, se ha hecho ahora más que patente, cual es la delegación de competencias en materia sanitaria en las distintas comunidades asumida en sus correspondientes estatutos de autonomía, y a una falta de definición de los límites de las competencias a arrogarse por las distintas administraciones ante una situación nunca antes vivida.

Si las personas, siempre con mayor capacidad de reacción y adaptación, no estábamos preparadas para asumir lo que vino, mucho menos lo estaban administraciones de estructura burocrática demasiado pesada y legislaciones nunca pensadas para responder con premura a una crisis pandémica que exigía corresponsabilidad, cooperación y, sobre todo, coordinación entre Estado y comunidades.

Así, fue y es precisamente en esa delegación en lo que se ampara el Gobierno nacional para eludir una regulación paraguas que unifique los criterios, que respalde las distintas normativas autonómicas, y evite, sobre todo, trasladar la responsabilidad sanitaria a los Tribunales Superiores de Justicia, conformados por grandes profesionales del Derecho, pero no de la Sanidad. 

Efectivamente, hemos de tener en cuenta que el art. 10.8 de la Ley de la Jurisdicción Contencioso Administrativa establece la obligación de los gobiernos autonómicos de someter a aval, antes de su publicación, aquellas medidas que supongan limitación o restricción de los derechos fundamentales para su resolución de manera inmediata ante los Tribunales Superiores de Justicia. Y tan ardua tarea han de llevarla a efecto valiéndose tan solo de los informes o documentación técnica que pueda o no adjuntar la administración junto a su petición. Podríamos, por tanto, hablar incluso de una cogobernanza entre Ejecutivo autonómico y Poder Judicial.

Sin duda, chirría. Y eso mismo ha pensado el Tribunal Superior de Justicia de Aragón, que este lunes requería al Gobierno aragonés y a fiscalía para hacer alegaciones ante una posible inconstitucionalidad de dicho artículo que -dice el Tribunal- dota a la jurisdicción de una dimensión diferente a la que le corresponde como propia, que no es otra que la de jurisdicción revisora.

No es la primera vez que este Tribunal se alza; ya planteó una previa cuestión de inconstitucionalidad, admitida a trámite por el Tribunal Constitucional el 16 de febrero de 2021 (BOE 23 de febrero de 2021), en la que planteaba igualmente si las colisiones de derechos fundamentales debían ser resueltos competencialmente por los Tribunales autonómicos o por el Tribunal Constitucional, conforme a una interpretación formal de los arts. 53, 153 a) y 161 CE. 

Veremos lo que ocurre. Lo que resulta indiscutible es que este diabólico artículo 10.8, introducido nada menos que el 20 de septiembre de 2020, sin duda, merece ser revisado por los no pocos problemas que está suscitando. 

Lo que hace grande nuestro Estado de Derecho es la separación de poderes, y esta disposición, sin duda, lo quiebra de alguna manera al exigir de nuestros Tribunales que decidan como si de la administración misma se tratase. 

No es este el único debate jurídico suscitado. La reciente declaración de inconstitucionalidad de los reales decretos que promulgaron el estado de alarma en España ha puesto sobre la mesa la necesidad de definir el instrumento jurídico adecuado para limitar de manera tan contumaz nuestros derechos fundamentales. Así, se plantean dudas como si los derechos fundamentales pueden regularse en cualquier caso por ley ordinaria; si es precisa una ley orgánica para ello; si debe emanar del Estado o es competencia de los ejecutivos autonómicos; o si es suficiente declarar un estado de alarma o es cuestión limitada a los de sitio y excepción.

Todo ello sería anecdótico si no fuera porque genera en propios y ajenos una inseguridad jurídica que redunda en el riesgo para la salud de los ciudadanos que pacientemente vienen sometiéndose a criterios, no siempre bien definidos ni justificados por las distintas administraciones, y a resoluciones judiciales que no siempre concluyen de manera semejante supuestos prácticamente idénticos con la única diferencia de su gentilicio.