Opinión | Gobierno

Malos presagios

Pedro Sánchez

Pedro Sánchez / EFE

La vacunación contra el covid no ha dado paso a una salida meteórica de la crisis en la que nos hundió la pandemia. La mayoría de los indicadores económicos son desalentadores. El precio de la energía eléctrica está en niveles inasumibles para las capas de población más modestas. La importación del 25% del gas argelino por el gasoducto que atraviesa Marruecos, anulada tras la crisis entre los dos países del Magreb; su alternativa, mediante barcos tanque de gas licuado, comprometida por las dificultades de contratar barcos al aumentar la demanda; su precio, disparado. Las previsiones de crecimiento para 2021 planteadas por el gobierno, del 6,5%, contradichas por las menos complacientes del FMI y del Banco de España, que lo sitúan en el 5,7%. El resto de la Europa dinámica está saliendo de la crisis con una recuperación que supera la de España, en contra de las previsiones que apuntaban a nuestro país como el que la lideraría.

A todo esto, la pandemia, con números relativamente satisfactorios en España, vuelve a escalar en EEUU, Francia, Italia, Países Bajos, Alemania, Reino Unido, Rusia, China…; en algunos países vuelven las restricciones, con lo que la salida global de la misma se complica. Por si la escasez de materias primas y los cuellos de botella en el transporte no fueran suficiente motivo de preocupación, la escalada de la inflación hasta el 5% en España es la peor noticia para los sueldos en los últimos treinta años; van a ver disminuido su poder adquisitivo; como siempre las clases modestas van a ser las más perjudicadas. La voluntad de indexar las pensiones al IPC del gobierno de Sánchez provocará, sumada a las intenciones de Escrivá de aumentar las cotizaciones a los baby boomers, nuevas dificultades presupuestarias, déficit, incremento de costos laborales a las empresas, pérdida de competitividad. Por si todo esto fuera poco, países serios como Austria, Alemania y China instan a sus ciudadanos a hacer acopio de alimentos; esto no puede tener que ver con el temor a un apagón, sino a una emergencia cuya naturaleza desconocemos pero que debe tener visos de posibilidad real para sus gobiernos.

Afrontar un futuro tan comprometido debería ser tarea ciclópea para cualquier gobierno. Y una primera obligación debería ser dejarse de fintas para sobrevivir al día a día, decir la verdad y comprometer al conjunto del país en un proyecto de futuro capaz de galvanizar los esfuerzos de todos los sectores involucrados en el funcionamiento de la economía, en la educación, en la ciencia. La deriva en nuestro país no transita por ese camino pues se está imponiendo desde hace tiempo la atención a las políticas identitarias frente a las comunes, las que nos afectan a todos. El ejemplo paradigmático es el de los pactos presupuestarios del gobierno de coalición entre el PSOE y Unidas Podemos. Ya sabemos que se han orillado enmiendas a la totalidad de PNV y ERC con el traspaso competencial al gobierno vasco del Ingreso Mínimo Vital y el blindaje del catalán en Netflix.

El colmo del postureo del Gobierno ha sido en el conflicto a propósito del pacto de diciembre de 2019 entre PSOE y UP en el que se contemplaba la derogación de la reforma laboral del PP de 2012. Después, decían que había que actualizarla y otras expresiones, a cuál más brumosa, en el sentido de conservar lo más esencial. Hace una semana se abrió la caja de los truenos cuando Díaz denunció a Calviño por inmiscuirse en los trabajos de revisión de la normativa; apuntó en el congreso de CC.OO. a que la derogación se llevaría a cabo a pesar de todas las resistencias (de la parte socialista del Gobierno). Al cabo de una semana y después de una reunión primero con Sánchez y después en compañía de Calviño, Escrivá y Rodríguez, se acordó la derogación ya acordada en 2019 pero, matizando que en los términos contemplados en el plan de recuperación (estabilidad y flexibilidad) enviado a la Comisión Europea. El miércoles, Díaz se despachó diciendo que la reforma técnicamente no se puede derogar. Es decir, sí pero no o al revés, simultáneamente. En resumen, desconocemos qué pretende el Gobierno. Algunos han comparado esas tropelías lingüísticas con la neolengua de Orwell o La lengua del Tercer Reich de Klemperer; en realidad es el recurso a la propaganda sobre la verdad para sobrevivir unas semanas, unos meses más. No había desacuerdo, están todos felices.

Muy mal presagio es la indiferencia generalizada en los medios de comunicación ante la sentencia del Tribunal Constitucional declarando inconstitucionales el segundo estado de alarma y su delegación en las autonomías. Entre el primer y el segundo estado de alarma hemos estado sometidos en torno a nueve meses a medidas ilegales del gobierno, que han vulnerado nuestros derechos fundamentales. El gobierno intenta justificar lo injustificable amparándose en el argumento de salvar vidas. Es falso.

La medida del estado de alarma en vez del estado de excepción estaba orientada a que el gobierno pudiera escurrirse de sus responsabilidades y descargarla sobre las autonomías al tiempo que se escapaba del control parlamentario. El resultado fue el caos y, asimismo, la anulación de todas las sanciones impuestas, con el consiguiente despilfarro de tiempo, de las fuerzas de seguridad y de desprestigio de la administración. Puede que esa indiferencia se deba a que los recursos ante el TC fueron interpuestos por Vox; dar realce a las sentencias pudiera haber favorecido a ese partido. Pero, en realidad, el perjuicio no sería para Vox sino para la vitalidad democrática de la sociedad española, sometida al cesarismo de Sánchez. Otra explicación: el supuesto desprestigio del TC; en ese caso habría que trasladarlo a PSOE y PP, quienes pactaron su composición.

Tanto en un caso como en el otro, las consecuencias para la vida democrática son tremendas. Los medios deberían ser el más resistente reducto contra las arbitrariedades del poder. El Washington Post publicó los Papeles del Pentágono, resistiendo todas las amenazas políticas y jurídicas de Nixon; fue una formidable y ejemplar resolución de Ben Bradlee y su editora Katherine Graham para destapar las mentiras del gobierno estadounidense. Fueron los extraordinarios protagonistas que dieron testimonio de la grandeza de la democracia americana. Para ello se requiere el pulso de una ciudadanía aguerrida en defensa de su sistema de libertades. Aquí, en cambio, nos domina un sectarismo guerracivilista que justifica la trinchera propia y abomina la del adversario.