Opinión

Derechos humanos en la era de la inteligencia artificial

Inteligencia artificial

Inteligencia artificial / EFE

Se estima que los ingresos mundiales del mercado de la inteligencia artificial alcanzarán, este año, 300.000 millones de euros. Aunque la tecnología está en sus inicios, las posibilidades de disrupción y ventaja competitiva son espectaculares; por eso la carrera por hacerse con este pastel hace tiempo que ha comenzado. La inteligencia artificial se ha convertido en el elemento estratégico del siglo XXI. Afecta a todos los ámbitos: desde la geopolítica hasta los intereses comerciales, pasando por el crecimiento económico, la lucha contra el cambio climático o la mejora de la atención sanitaria. No es objetiva, neutral o universal; por el contrario, está profundamente arraigada en la cultura y la realidad económica de quienes la crean, en su mayoría, hombres blancos y con recursos. Podríamos decir que, en gran medida, nuestro futuro como humanidad depende de cómo la desarrollemos.

En el contexto de esa carrera digitalizadora en la que está medio planeta, poco a poco, sin que se note demasiado, cada vez se van tomando más decisiones con sistemas automáticos basados en inteligencia artificial. Y no me refiero a abrir la pantalla del móvil con la cara, hablo de decisiones sobre la vida de las personas. Concretamente algoritmos que deciden si tienes derecho a que te concedan una hipoteca, el puesto que ocuparás en la lista para un subsidio, si pasas o no el proceso de selección para un trabajo o si te corresponde ver determinados anuncios según tu posición socioeconómica. La invasión algorítmica es un absoluto descontrol y no tenemos ni idea de dónde se están usando algoritmos ni para qué. La opacidad es tal que solemos enterarnos a través de reportajes de investigación o denuncias anónimas de las que se hace eco la prensa. Quizá por ese desconocimiento la Casa Blanca haya abierto una consulta pública que busca comprender el alcance y la variedad de las tecnologías biométricas existentes; los ámbitos en los que se utilizan estas tecnologías; quiénes las usan; los principios o las políticas que se aplican; y las partes interesadas que se ven o pueden verse afectadas por ellas.

No son los únicos. La Unión Europea lleva tiempo trabajando en una Ley de Inteligencia Artificial (Artificial Intelligence Act, en inglés) precisamente para posicionarse como líder global en la regulación de esta tecnología y poner un poco de orden a este salvaje oeste artificial. Europa quiere establecer requisitos para reducir al máximo riesgos como la discriminación algorítmica o los sistemas de clasificación social por parte de los gobiernos –me pregunto por qué no por parte de empresas también– , entre otras muchas cuestiones. Recordemos que el modelo de crédito social chino asigna puntuaciones a su ciudadanía según determinados comportamientos y si la puntuación es baja, tu vida se puede volver, por decirlo suavemente, muy complicada.

Asistimos por tanto, al desarrollo de tres modelos: europeo, norteamericano y chino que no comparten, de momento, terreno común. Hay quien ya se prepara para un futuro oscuro de enfrentamiento. Antes de que esto pase, quizá convenga recordar que, en la guerra fría anterior, situar los derechos humanos en el centro de la narrativa de Occidente ayudó a Estados Unidos y a sus aliados a terminar con el conflicto. Buscar un punto de encuentro sobre el que construir una visión común del desarrollo tecnológico debe estar en todas las agendas diplomáticas. La política exterior ha de aspirar a una Declaración de derechos humanos actualizada a la era de la inteligencia artificial. Siendo prácticos, a China incluso le podría interesar comercialmente ser parte de ese marco global de relaciones tecnológicas

Las personas tenemos derecho a poder confiar en el progreso y a no temer a la tecnología. Tenemos que exigir que esta respete nuestros valores democráticos y de convivencia. La administración Biden lo tiene claro y va a trabajar en los próximos meses en una Carta de Derechos en este ámbito. Nuestro país, España, ha sido pionero a nivel mundial en presentar una Carta de Derechos Digitales de la Ciudadanía, un marco de referencia para poder navegar este entorno digital en el que vivimos, que busca contribuir a una reflexión global sobre el papel que ha de ocupar la persona en el desarrollo tecnológico, que garantice una digitalización humanista. Enumerar los derechos es el primer paso, ahora toca implementarlos. ¿Por dónde empezar? Las posibilidades incluyen desde la compra pública, el fomento de la inversión tecnológicamente responsable o que las empresas se adhieran a ella de manera voluntaria.

En cualquier caso, no debemos quedarnos en lo local cuando lo digital es justamente todo lo contrario. Parece urgente aspirar a un movimiento global que actualice la Declaración Universal de Derechos Humanos. Si Estados Unidos, Europa y sus aliados parecen estar en sintonía, sería incomprensible que no fructificara. Por una vez podríamos hacer patria y presumir del modelo español.