Opinión | POLÍTICA

Caso Alberto Rodríguez: controversia legal y lecciones que aprender

Alberto Rodríguez

Alberto Rodríguez / EFE

Como socialista, motivado desde siempre por valores solidarios de la izquierda, me duele que mi paisano canario Alberto Rodríguez -hasta hace pocos días diputado al Congreso de Podemos por Santa Cruz de Tenerife- haya sido condenado tras su juicio como aforado ante la Sala II del TS. Siento que, como consecuencia, haya perdido su escaño. Toda mi solidaridad y empatía personal ante el quebranto que le inflige una sentencia dictada en octubre de 2021 por unos hechos que se remontan casi ocho años atrás, enero de 2014, dilación tenida en cuenta como atenuante en la determinación de la pena. Hemos leído de inmediato que «abandona Podemos» porque «toca abrir un nuevo ciclo», manifestación de voluntad que sólo cabe respetar, aunque nos parezca a muchos/as que esa desvinculación ni es necesaria ni exigible de quien todavía puede tener tantos futuros por delante, incluida la reelección para el escaño ahora perdido en las próximas elecciones generales.

Como jurista, no puedo evitar formarme opinión sobre las resoluciones judiciales que suscitan controversia, y este es, evidentemente, el caso. He escuchado invocar la «presunción de inocencia» (art. 24.2 CE), aunque este derecho fundamental se halla expuesto a la valoración de prueba en contrario en todo proceso debido con todas las garantías. Creo que el principio penal que ha resultado lesionado es el in dubio pro reo que exonera al inculpado cuando las pruebas en su contra no resulten concluyentes: estamos ante un caso notorio de contraposición de dos palabras, la una contra la otra. Es cierto que el testimonio de la policía en hechos sujetos a investigación penal tiene reconocida la presunción procesal de su veracidad, pero también que habitualmente en una condena penal concurren otras evidencias, testigos o grabaciones que soporten suficientemente la culpabilidad más allá de toda duda razonable (beyond any reasonable doubt).

Sin embargo, la mayor polémica es la que ha rodeado a tres cuestiones referidas a la aplicación de las penas contenidas en el fallo: a)- De un lado, la interpretación de la «inhabilitación para el derecho de sufragio activo» anudada, como accesoria, a una pena principal de privación de libertad (por 45 días) sustituible ope legis (por mandato de la ley, sin margen de discreción judicial) por una pena de multa que fue íntegramente satisfecha; b)- De otro lado, la equiparación de esa «inhabilitación» al derecho a ser elegido a cargo público durante el tiempo de cumplimiento de la pena principal (repito: 45 días) a una «inelegibilidad sobrevenida», cuyo cumplimiento exige la pérdida del mandato que ya se ocupa en el momento de la sentencia aunque nada tenga que ver con los hechos que se enjuician (muy anteriores al momento en que fue elegido Diputado); y c)- Yendo todavía más lejos, la equiparación que se ha impuesto entre la pena de «inhabilitación al derecho de sufragio pasivo» y la de «inhabilitación especial para empleo o cargo público» (diferenciadas entre sí en los art. 44 y 42 Código Penal, respectivamente), cuestionable desde la perspectiva de la prohibición de interpretación extensiva in malam partem del Derecho penal y de la prohibición de retroactividad en las normas penales o sancionadoras desfavorables o restrictivas de derechos individuales (y los del art. 23 CE lo son), contenida en el art. 9.3 CE.

En el trasfondo de todo ello subyace además la antinomia -puesta ahora de manifiesto- entre el art. 6.2 de la Loreg (inelegibilidad de los que ya hayan sido condenados a privación de libertad, y art. 6.4, «incompatibilidad» durante el período de cumplimiento de la pena) y los art. 21 del Reglamento del Congreso («suspensión» del diputado) y 22 RCD (pérdida del escaño): Alberto Rodríguez no había sido condenado cuando fue elegido, ni ha cumplido tampoco «pena privativa de libertad» (fue sustituida por multa), por lo que el principio de interpretación constitucional consolidado a favor de los derechos fundamentales (el de participación mediante representación lo es, art. 23.1 CE) -principio pro libertate o más favorable al ejercicio de los derechos y libertades- permitía, ergo debió, inclinar la balanza en favor de la satisfacción de la pena de multa e inelegibilidad para cargo electivo en 45 días, sin que ello comportase la pérdida del que ya se ostentaba (tal y como concluía en este punto el Informe de los Letrados del Congreso).

Es cierto que Alberto Rodríguez podría «haber dimitido» al haber sido procesado o al haber sido condenado tras su enjuiciamiento por el TS, pero también que el ya ex diputado sostuvo su inocencia a todo lo largo de estos años, y que su formación le apoyó sin pedirle la renuncia, modificando su criterio generalmente intransigente con los encausados penales desde la convicción de que estaba siendo injustamente incriminado.

Como responsable político que ostenta por elección un mandato representativo (eurodiputado socialista español en el Parlamento Europeo), deploro cualquier situación de choque interinstitucional y cualquier cruce de invectivas entre órganos constitucionales, como entre la representación de la soberanía nacional que reside en el pueblo español y cualesquiera tribunales de Justicia. Es verdad que la sensación de estar siendo sometido a una injusticia resulta a menudo hiriente y exasperante a quien la padece, lo sé, pero también que, incluso ante lo que nos desgarra como un zarpazo o un atropello hay que reaccionar a la altura de la dignidad de los cargos o mandatos a los que se ha concurrido solicitando un préstamo de confianza de la ciudadanía en un proceso electoral; midiendo el lenguaje, sí, sin ofender a las personas ni a las instituciones, pero también ejerciendo todas las acciones legales y políticas al alcance, incluidas las vías jurisdiccionales que puedan remediar o paliar el daño sufrido, ante el TC, ante el TEDH en Estrasburgo o, cuando proceda, ante el TJUE en Luxemburgo. E insisto: sin ofender personalmente ni desprestigiar tampoco a las instituciones, porque un país que no respeta sus instituciones tiene ante sí un mal presente y todavía peor futuro.

A la vista de que el art.117.3 CE reserva al Poder Judicial no sólo el «poder de juzgar» sino también el de «hacer ejecutar lo juzgado», y ante la inminencia de una indeseable pugna interpretativa y aplicativa de la pena impuesta con el TS sentenciador que sólo podría traducirse en el imaginario mediático como un agrio «choque de legitimidades», la Presidenta del Congreso Meritxell Batet ha hecho lo que su deber institucional le imponía, aun cuando, con seguridad, le haya resultado ingrato, arduo y doloroso hacerlo, por convicciones políticas y motivos personales que cualquiera intuirá sin temor a equivocarse.

Me cuento, pues, entre quienes lamentan la secuencia de hechos y actuaciones jurisdiccionales que han desembocado en que Alberto haya perdido su escaño; no así su formación política, que lo retiene para su desempeño por la persona que le seguía en su lista electoral, y que representará a los mismos electores y a la misma cuota alícuota de soberanía nacional que su predecesor.

Pero me cuento, finalmente, también entre los convencidos de que, a partir de cada uno de los «episodios constitucionales inéditos» que nos está tocando vivir estos últimos años, hay siempre una lección que aprender: ¡hay que legislar mejor! La actual inconsistencia entre el art.6 Loreg y los arts.21 y 22 del RCD (y los efectos concretos de los arts.42 y 44 CP) debe ser superada mediante una reforma normativa que afirme con claridad el contenido y los límites del mandato representativo de un cargo público electivo y las razones estrictas por la que puede cesar en el cumplimiento de su representación y la consiguiente terminación de su ejercicio y disfrute de un derecho fundamental.