Opinión | DIVIÉRTETE AHORRANDO

Carta de amor a los políticos

Carta de amor a los políticos

Carta de amor a los políticos / JOSÉ LUIS ROCA

Lo confieso: me gustan los políticos. Y los nuestros más que ningún otro. Tengo algunas fobias, y mi afinidad ideológica es con unos pocos, pero en general me gustan casi todos. Van conmigo. Soñé mucho con Artur Mas cuando le descabezaron y, durante un tiempo, cada vez que le contaba algo a un amigo, imitaba sin querer los movimientos de manos de Rubalcaba en las ruedas de prensa. En general, me ordenan la biografía.

Sé que mi primer despido laboral fue durante la segunda legislatura de Zapatero y el segundo cuando despuntaba la moción de censura a Rajoy. Su verano es mi invierno y si no los tengo cerca, los extraño. Durante el año que viví en Burdeos, cuando me entraba la morriña, me refugiaba en el Instituto Cervantes, que tenía toda la prensa española, y así podía verles, deleitarme con su astucia para adormecer al más vivo entrevistador, con su talento para esquivar titulares, con su sentido de la disciplina de partido.

Discrepo con los que aseguran que en España el nivel parlamentario está en sus mínimos históricos, los del cualquier tiempo pasado fue mejor. Sí, es gozoso releer los intercambios entre Ortega y Gasset y Azaña a propósito de Cataluña, pero la retórica ha cambiado y ni conectaría hoy con los votantes la altisonancia filosófica de aquellos, ni está del todo claro que eso sirva al mejor funcionamiento de un país; y por otro lado, el rejuvenecimiento de la política desde 2015 hasta aquí nos ha traído momentos brillantes. ¿Mi favorito? La despedida de Pablo Bustinduy. El final que más me ha hecho llorar desde Notting Hill. Y es que él solo era un chico, delante de un hemistiquio, pidiendo que no le dejáramos marchar. Pero lo hicimos.

Hay otra especie que da mucho juego. Son aquellos que gustan más fuera que dentro: el primer Gallardón, Toni Roldán, Nadia Calviño… A primera vista parecen disfrutones, ligones de playa que van por ahí levantando más suspiros de los que pueden satisfacer, pero su misión no es otra que la de hacernos sentir bien a los demás. Gracias a ellos, los tertulianos de barra de bar podemos ser menos sectarios, sentir que no somos solo ideología, que sabemos reconocer las virtudes del rival. Son cromos que intercambiar cuando queremos apaciguar una disputa.

Solo hay un grupito que afea el conjunto, los tránsfugas, una mancha sin redención posible. Si conocer la historia ayuda a no repetir errores, igual que la estancia con cuadros de presidentes y presidentas, en la galería más lóbrega de los parlamentos, con toda la crueldad del óleo sobre lienzo, colgaría retratos de nuestros ilustres tránsfugas. Así las niñas y los niños, en sus visitas constitucionales a las cámaras, podrían conocer las caras del oprobio: Eduardo Tamayo y Teresa Sáez, y su triste y reciente descendencia en Murcia y Madrid.

"A veces mienten por no hacernos daño y nosotros les acusamos de acartonados. No está bien"

Pero hoy no quería hablar de cosas tristes. Les decía que los quiero a todos. Les quiero por el mero hecho de estar ahí, poblando televisiones y periódicos, poniéndole a mi rutina, pasión y drama. ¿Qué son pasión y drama impostados? Puede, pero la autenticidad es una herramienta que no está a su alcance y, por tanto, no me parece justa pedírsela.

Imaginen a una ministra de Agricultura diciendo que a ella le va más el Beaujolais que el Rioja, o un alcalde de Córdoba confesando que todo bien con su judería, pero que como la de Girona no hay dos. A veces mienten por no hacernos daño y nosotros les acusamos de acartonados. No está bien.

Los quiero también por exponerse tanto. Comentamos su atuendo y ellos lo saben y se visten para nuestros ojos. Diseccionamos sus cirugías y ellos lo saben y se operan para nosotros. Festejamos sus zascas, así que se esfuerzan por hacernos reír. Nos burlamos de sus resbalones y… no, no se equivocan para gustarnos, pero soportan estoicamente nuestros memes y hasta fingen que les hacen gracia.

Y lo más importante: ellos garantizan nuestras sobremesas. No quiero exagerar: imaginarnos las conversaciones sobre políticos es mucho más divertido que tenerlas. Porque cuando llegan resulta que todos decimos más o menos lo mismo, o exactamente lo contrario y no da para más.

Es difícil hablar de políticos sin convertirse en un guionista de El Intermedio. Es su magia: son tan comentables, que no hay nada demasiado inteligente que decir sobre ellos. En ninguna velada, la conversación política será la memorable, porque no son conversaciones de máximos sino de mínimos. Aseguran que tengamos algo que decirnos con casi cualquiera. Ellos evitan el vacío. Y eso es precioso.

Solo una confesión más. Yo también les he insultado. He dicho que eran todos iguales: chorizos, indocumentados, vagos, charlatanes, apesebrados, mentecatos, pollinos y rebuznones. Lo he hecho por caer simpático o por no desentonar en un corrillo. También, en el fondo, porque sé que están acostumbrados. Pero esta carta es mi propósito de enmienda. Ahora ya saben lo que siento de verdad.