MUNDIAL QATAR 2022

Un paseo por la Rosario de Leo Messi y Di María

La ciudad más futbolera de Argentina, donde Newell’s y Rosario Central libran una rivalidad incansable en sus calles, farolas, aceras...

Paseamos por el primer campo en el que jugó Messi, su colegio y su primera casa. Y por la Perdriel, la calle en la que Di María se hizo jugador

Campo del Grandoli, primera cancha en la que jugó Lionel Messi

Campo del Grandoli, primera cancha en la que jugó Lionel Messi / Fermín de la Calle

Fermín de la Calle

Fermín de la Calle

Apunta con picardía Valdano, santafesino de Las Parejas, que “ser rosarino es una manera exagerada de ser argentino”. Exagerados o no, hoy Rosario es el epicentro del fútbol argentino. Allí, en el barrio de La Bajada, más allá del majestuoso Boulevard Oñoro, serpentea la calle Estado de Israel, antes Lavalleja, donde en el número 525 se localiza la casa en la que vivían los Messi. Una modesta vivienda de dos alturas, con un pequeño patio, a la que protege una valla de la curiosidad de los transeúntes. Las calles de Rosario viven teñidas por una rivalidad, la de Newell’s y Rosario Central, que convierte la ciudad en la cancha más grande de toda Argentina. En cada esquina, cada acera, cada poste de luz el rojinegro leproso y el auriazul canalla libran un partido. A unos metros de la casa de los Messi un mural recuerda la grandeza de La Academia, quizás tratando de compensar que el vecino más ilustre, Lionel, salió de Ñuls.

La vecina de la casa de enfrente recuerda a los Messi como “gente cordial y trabajadora. La madre aún viene por acá de vez en cuando a visitar la casa”. Recuerda al pequeño Leo “pateando una pelota casi antes de andar. Siempre con su abuela Celia tras él”. Por entonces la calle no estaba asfaltada, como ahora, “y cuando llovía todo era barro”.

La abuela Celia y Menotti

Todo comenzó en un costado. Como la carrera con el croata Gvardol. La abuela Celia llevaba al pequeño al Club Grandoli con 4 años, pero al entrenador del infantil, Salvador Aparicio, le daba miedo que le lastimasen. Hasta que un día faltaron jugadores y Celia insistió: “Ponelo, te va a salvar el partido”. Cuentan que la primera pelota le cayó en su derecha y no pudo controlarla. Pero en la segunda se la acomodó en la izquierda y sacó a bailar al chico que tenía delante en el costado. Messi metió dos goles aquella tarde y Aparicio nunca más dejó de ponerlo. Nadie entendió mejor que aquello del fútbol “es espacio, tiempo y engaño”, como advirtió otro rosarino ilustre, César Luis Menotti.

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MEDIAPRO

Hoy el campo del club Abanderado Grandoli, que reza oficialmente como Centro de Educación Física nº8, no es el lugar familiar que fue. La hierba que en algún momento vio a Lionel dibujar goles imposibles es un baldío de tierra. Situado a 15 cuadras de la casa de los Messi, el campo, que mantiene su grada de tres escalones, está en una “zona pesada”. Frente al campo emergen cuatro edificios de corte soviético. Un lugar “picante” donde la droga ha hecho estragos. Los gritos de gol han dado paso a las sirenas y el fútbol ha perdido protagonismo. “La municipalidad quiere recuperarlo por lo que significó por Leo”, advierte un vecino que recomienda no demorarnos en este potrero en el que Grandoli lucía su hegemonía con Leo luciendo el 10 junto a su primo Emanuel, que presumía de ser “el arquero con menos trabajo de Rosario porque Lionel siempre tenía la pelota”.

Piqui y el mural de Consentino

El tercer vértice messiánico lo conforma la Escuela General número 66 de Las Heras. Concretamente el Aula Gabriela Mistral, en el que Leo debía salvar, además de a los rivales, al majestuoso árbol que preside el patio. Allí Lionel era conocido como ‘Piqui’, un duende de la pelota al que su amiga Cintia ayudaba a aprobar los exámenes pasándole las respuestas cuando la profe no miraba. Todos le elegían el primero tras echar a ‘Pan y queso’ la elección de los equipos en los recreos. Desde 2015 preside el patio un mural de Messi con la albiceleste obra del artista brasileño Paulo Consentino. Marisa, una de sus profesoras, recuerda a Leo “como un niño tímido que se transformaba con la pelota. Nadie se la sacaba y él sonreía y sonreía”.

En la otra punta de Rosario emerge la Perdriel. La calle en la que Angelito di María se convirtió en el Fideo. El futbolista lo tiene muy presente porque en su antebrazo izquierdo luce un tatuaje que se lo recuerda cada día: ‘Nacer en la Perdriel fue y será lo mejor que me pasó en la vida’ . El mismo que lucen el resto de miembros de ‘La Banda’: Brian, Nico, Gere, Diego, Mauri y Ale. No es el sitio más concurrido ni más popular de la ciudad. Hasta los taxistas se resisten a entrar. “Hagamos un trato. Les dejo allá y diez minutos después vuelvo a pasar por el mismo sitio. Si están, salimos. Si no, paso de largo. Y la mitad se paga por adelantado”.

Los taxistas no entran

Es sábado, comienza a amanecer con pereza y en la calle hay poca vida. Un último consejo del taxista antes de arrancar su viejo auto: “No se hagan los piolas, chicos. Aquí sobran los motivos”. Llegamos al 2066 de la calle, donde una labradora negra ladra compulsivamente detrás de una reja. “Los perros más que proteger avisan de la visita de chorros (ladrones) y pugas (carteristas)”, apunta el inquilino de la casa. Ha alquilado la casa a una inmobiliaria y no tenía ni idea de que Di María vivió allí. “¿Quién es Di María? Yo de fútbol sé lo mismo que Borges”, apostilla.

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MEDIAPRO

La casa es humilde y las dos estancias de la misma no son especialmente amplias ni luminosas. La frondosidad de la vegetación delatan el descuido del patio en el que Ángel jugaba con sus hermanas Vanesa y Evelyn, si no estaba persiguiendo una pelota o ayudando a su padre, que montó allí mismo un depósito de carbón que regentó durante 16 años. El Fideo ayudaba a armar las bolsas y repartirlas a los clientes.

Al fútbol llegó Di Maria por prescripción médica. Un médico recomendó a su madre, Diana, que lo llevase “para quemar energías”. Ángel, alumno del colegio Buen Samaritano, era conocido como ‘Diablito’ por sus trastadas. El fútbol le hizo bien. Un año metió 64 goles e ingresó en las categorías inferiores de Rosario Central. Con 17 años debutó en Primera mientras seguía armando bolsas de carbón en el patio de casa. Y dos años después se fue al Benfica portugués y se acabaron las bolsas de carbón en su casa.

Dicen que en la Perdriel que “mientras los padres laburan para no falte comida en casa, las madres rezan para que no les pase nada a sus hijos”. Un vecino confirma que los Di María siguen dejándose ver por el barrio y Angelito no pierde contacto con la Banda, la misma con la que seguía participando con un nombre falso en torneos del barrio jugando ya en Primera con Rosario Central. No lejos de allí, a 33 kilómetros de la capital santafesina, en Pujato, otro Lionel, de apellido Scaloni, daba sus primeras patadas a una pelota. Fue en el Club Sportivo Matienzo, desde el que saltó después a Newell’s, donde llegó a medirse en un amistoso al mismísimo Maradona, entonces jugador leproso. Hoy Rosario, a orillas del Paraná, presume orgullosa de ese ambicioso apodo que se adjudicó como contrapoder de Buenos Aires. La Capital. Futbolística, por lo menos.