CRÍTICA DE ÓPERA

Un glorioso 'Zar Saltán' en el Teatro Real, o la grandeza de los cuentos

Una propuesta escénica audaz de Dmitri Tcherniakov y la calidad de su partitura convierten la ópera de Rimsky-Kórsakov en una de las grandes propuestas de la temporada

'El cuento del Zar Saltán' en el Real.

'El cuento del Zar Saltán' en el Real. / Javier del Real | Teatro Real

Madrid

Con los cuentos, los niños aprenden qué es la crueldad. ¿Confías en quien no debes? Entonces tu padre morirá aplastado por una estampida de ñus. ¿Te has quedado huérfana? Un propio, enviado por tu madrastra, tratará de arrancarte el corazón. ¿Eres una marioneta que no distingue el bien y del mal? Vacaciones en la panza de una ballena.

Hay quien ha intentado justificar tal ensañamiento de los padres con sus criaturas con explicaciones variopintas: que se trata de un ritual iniciático, que mediante la narración arquetípica y ficcional se prepara al niño para las amenazas concretas y literales que le aguardan o, directamente, que las historias cargadas de espantos sirven a los progenitores como venganza (aceptable) contra sus hijos por los desvelos que les causan. Anoche, en el Teatro Real, asistimos a uno de esos relatos salvajes, protagonizado por unas hermanas envidiosas, un monarca voluble, una zarina desdichada, una princesa cisne y media corte rusa.

El cuento del Zar Saltán es una ópera en cuatro actos compuesta por Nikolái Rimsky-Kórsakov sobre un texto de Aleksandr Pushkin. Se estrenó en Moscú en 1900, a cuenta del centenario del dramaturgo; siglo y cuarto después nos la han traído a Madrid. El argumento es lo que puede esperarse de esta clase de historietas de origen folclórico: tres hermanas (dos vagas y malvadas; una joven, abnegada y oprimida) coinciden con el zar Saltán, que las espía en sus quehaceres y que, encandilado por la dulce benjamina, decide desposarse con ella. Irritadas por esta injusticia, la nodriza (una vieja medio bruja) trama un plan: en algún momento, antes de irse para alguna guerra, el rey dejará embarazada a su esposa; solo hay que esperar a que nazca el zarévich, y cambiar la carta de la feliz noticia por otra que dé cuenta del monstruo horrendo que acaban de parirle como heredero. Como Saltán es un pelín bipolar ("es terrible cuando se enfada pero muy generoso cuando se calma", amiga date cuenta), seguro que manda deshacerse de la madre y del chiquillo. Con esta inocente triquiñuela, las cuñadas, atrincheradas en la corte, podrán disfrutar de lo que justamente les corresponde.

Dicho y hecho: el zar responde a la misiva adulterada ordenando que entonelen a madre e hijo y los arrojen al mar. De milagro, el barril llega a una isla mágica donde el zarévich, repentinamente adulto, salva a un cisne de las acechanzas de una rapaz. Fíjate por donde (ya hay que tener suerte), se trataba de hechiceros transformados. La princesa emplumada concede toda clase de bendiciones a su salvador, incluido el gobierno de aquel maravilloso lugar y la facultad de convertirse en abejorro, treta con la que puede espiar la corte de su padre, a la que (¡justo!) acaban de arribar unos viajeros que narran los prodigios del islote maravilloso. Saltán prepara el viaje y, al reencontrarse, el príncipe descubre su identidad. Se produce el reencuentro de la feliz familia (ay, cuánto siento tener este pronto homicida, etcétera etcétera) y todos cantan felices.

La propuesta que anoche se estrenó en el Real (una coproducción con el Teatro de La Monnaie) nos plantea la historia con una capa metanarrativa: la zarina Militrisa nos conduce al mundo de ensueño en el que habita su hijo autista (el príncipe Guidón), a un tiempo artífice y protagonista de la fábula que vamos a ver. Este contraste entre planos queda marcado por el vestuario de la citada pareja ("de calle") y el resto de protagonistas, que salen vestidos como coloridos muñecones de mejillas rubicundas y barbas de guata. Admito que, en los primeros compases, el planteamiento me puso en guardia, porque no es la primera vez que la estratagema del te voy a contar un cuento y el niño especial (sea esta excepcionalidad la que sea) produce monstruos. Mis sospechas eran infundadas. Dmitri Tcherniakov, director de escena, consigue una narración eficaz, salvando las esperables inconsistencias del relato con una elegancia admirable. Así, los divertidos personajillos que se van sumando a la escena crean, con su movimiento marionetil y sus precauciones salvavidas (cómo será esa corte que todo el que se acerca pide, por si las moscas, que no lo maten), una acción bien ajustada a una música continuamente cambiante, entre la fanfarria, el intimismo, el poema sinfónico y los caprichos.

Svetlana Aksenova (Zarina Militrisa) y Bodgan Volkov (Príncipe Guidón) en 'El cuento del Zar Saltán'.

Svetlana Aksenova (Zarina Militrisa) y Bodgan Volkov (Príncipe Guidón) en 'El cuento del Zar Saltán'. / Javier del Real | Teatro Real

Durante el desarrollo de la ópera, Tcherniakov se sirve de una estructura ahuecada (al modo de una caverna) que mediante proyecciones se transforma en el principado insular, la corte de Saltán, el bosquecillo mágico donde vive la princesa cisne, los interiores de la sesera del muchacho o una sala de proyecciones donde (este es el recurso más cuestionable de la propuesta) se nos muestra, a través de dibujos animados de estilo abocetado, la familia modélica con la que realmente sueña el desdichado zarévich (entonces, ¿los reinos mágicos son una fantasía que encubre el deseo verdadero y pedestre de que papá y mamá se lleven bien?, ¡qué desperdicio!).

La orquesta, recrecida para admitir todos los instrumentos que Rimsky-Kórsakov metió en la partitura, la comanda Ouri Bronchti. El trabajo no es fácil, porque la música muta continuamente para adaptarse a las necesidades del cuento, y lo mismo apoya la verbena por el nacimiento del chiquillo que se torna intimista y trágica porque acaba de llegar una sentencia de muerte. Entre los músicos, hay que destacar el desempeño de los solitas de las cuerdas, la pulcritud de los percusionistas y el trabajo de la sección de vientos. En el capítulo de voces destaca Svetlana Aksenova como zarina, Bogdan Volkov como el príncipe autista (entiendo que mantenerse en el carácter del personaje no ha de ser fácil) y Nina Minasyan en los breves momentos de la princesa cisne. Excelentes también el trío de damas malvadas (Stine Marie Fischer, Bernarda Bobro y Carole Wilson) y Ante Jerkunica, que hace el zar. Magnífico el coro, al que la partitura entrega momentos muy destacados

Finalmente, en esta metanarración en la que nos hemos visto enredados, el padre se dispone (valiente, ¡héroe!) a hacerse cargo de su hijo, asumiendo su papel en la ficción en la que este vive. Para dejar constancia de su magnanimidad, se ha llevado a tres docenas de colegas (en la narración original, la corte) para que le canten a compás. La cosa, me temo, termina regular: el chico, muerto de miedo, intenta escaparse y cae el telón.

Ni fueron felices, ni comieron perdices, pero con el Cuento del zar Saltán el Teatro Real nos ofrece uno de los espectáculo más brillantes de la temporada: la propuesta escénica es audaz, la música es fantástica y, además, disfrutamos de una ópera poco habitual en los escenarios. No se puede pedir más.