DESDE 1910
El último kiosko que vende agua de cebada, la tradicional bebida de Madrid en peligro de extinción: "Sin nosotros perderá su esencia"
En el número 8 de la calle Narváez se encuentra el aguaducho de la familia Guilabert, con más de cien años de historia y amenazado por la gentrificación del centro de la capital

El Kiosko de Narváez, el último aguaducho de Madrid es regentado por José Manuel. / ALBA VIGARAY

Cuando en 1910, Francisco Guilabert y Francisca Segura dejaron Crevillente, en Alicante, lo hicieron en busca de un futuro mejor. Tras más de un mes de viaje subidos a una tartana, llegaron a la capital y solicitaron al Ayuntamiento de Madrid el permiso necesario para levantar un aguaducho, uno de los negocios de bebidas más fructíferos en aquella época. “Antiguamente se hacían muchas bebidas tradicionales. Ellos elaboraron las suyas propias, que aún vendemos a día de hoy”, explica José Manuel García, su bisnieto y actual propietario del negocio. Es la cuarta generación de una familia que ha sido testigo de la gentrificación y el desasosiego a lo largo de los años en el centro de la ciudad. Si bien antiguamente en su carta se vendían aguas de sabores, como la canela, el azahar, el hinojo, el romero, la escorzonera o la violeta, en la actualidad el comercio fabrica únicamente tres bebidas: horchata, limonada y agua de cebada.
“Hoy en día las cosas han evolucionado y todo está industrializado, como la Coca Cola y todo eso. Antes todo era artesanal”, recuerda. De sus bisabuelos, que se instalaron en la calle Cedaceros, el negocio pasó a María y Manuel, abuelos y maestros de José Manuel, con quien pasó gran parte de su infancia. Esta vez, el establecimiento se ubicó frente al actual Congreso de los Diputados. Hasta 1936, con el estallido de la Guerra Civil, que se vieron obligados a regresar a Alicante. Fue cinco años después, en 1941, cuando el matrimonio retomó la venta de sus especialidades en la Plaza del Carmen. Su estancia allí fue breve pues en 1942, el kiosco familiar se trasladó de forma definitiva al número 8 de la calle Narváez, donde García trabaja desde hace 20 años. “Fue mi tía, que tomó el testigo a mis abuelos, quien me ofreció trabajar en el negocio familiar. Ella ya era mayor y mi hermano tenía ganas de dejarlo”, asegura.

La familia Guilabert Segura llegó a Madrid en 1910, tras viajar un mes en una tartana desde Crevillente, Alicante. / CEDIDA

Tras la Guerra Civil, el agua de cebada se convirtió en una de las bebidas más populares de la capital. / CEDIDA
Hoy, junto a Milton, su empleado, atienden clientes de forma ininterrumpida de abril a octubre, siempre y cuando el tiempo lo permita: “Desde que era pequeño, cuando terminaba el colegio, venía aquí con mi madre y pasaba casi todo el día, fregando y barriendo”. Un trabajo “bonito” y “sacrificado” al mismo tiempo, pues el madrileño pasa todo el verano a la sombra de su negocio. Su clientela, que alterna vecinos de toda la vida con turistas y curiosos que se acercan “para probar”, permite al negocio seguir a flote. Es el único. Si bien hace unas décadas, el Paseo de la Castellana estaba plagado de estos aguaduchos, con más de 300, en la actualidad solo resiste el de la familia Guilabert Segura. “Son muchos años, muchas historias con todo el barrio”, cuenta. Cada año, antes de abrir las puertas del kiosko, tanto él como su familia ultiman los detalles y ponen a punto todo lo necesario antes de la nueva temporada: “Durante el invierno, nuestra época de descanso, pintamos las paredes y lo arreglamos todo”.
Su origen, un debate
Aunque durante varios años fue el ayuntamiento quien abastecía a los comerciantes con negocios de madera, desde hace décadas la familia cuenta con uno propio, de color azul y blanco, colores de Crevillente, su pueblo natal. “Nos llegaron a dar uno de plástico, de Pepsi, que se montaba a piezas y daba una guerra tremenda”, recuerda. Cuando la temporada termina, es una grúa la encargada de transportar el tenderete a una nave, donde permanece el resto del año: “Pagamos un alquiler”. En 2021, José Manuel publicó junto a Uno Editorial el libro Kiosko de horchata Familia Guilabert: más de 100 años de historia de horchateros crevillentinos, anécdotas y curiosidades, donde relata en primera persona las vivencias en el número 8 de la calle Narváez.

Miguel y Manolo, primo y tío de José Manuel respectivamente, haciendo horchata en el kiosko de la calle Narváez. / CEDIDA

José Manuel tomó el testigo de su tía hace 20 años y, desde entonces, se encuentra al otro lado del mostrador de la calle Narváez. / ALBA VIGARAY
La receta es sencilla. El agua de cebada, al igual que otras elaboraciones, era barata y fácil de preparar. “Como había excedente de cereales, había que darles salida. Era muy económica y se hizo popular en las ferias, en las verbenas de la Paloma, San Lorenzo y San Juan… En nuestro caso la elaboran mi tía y mi hermano durante los meses previos a la apertura. Tuestan la cebada y luego la cuecen en agua. Se deja macerar durante varios días y se añade azúcar moreno de caña. Después, al prepararla, se enfría y se sirve con un poquito de limón”, cuenta. De los tres productos, el agua de cebada es el menos vendido. Sin embargo, la familia no tiene pensado dejar de producirla: “Queremos seguir con la tradición”. La limonada y la horchata, sus productos más vendidos. Esta última, además, se ha visto envuelta en una polémica acerca de su origen, que algunos lo creen madrileño y otros valenciano: “No quiero presumir, pero al César lo que es del César. Aunque se venda en Valencia, es de aquí”. En 1952, la capital llegó a vender cuatro millones de litros de horchata.
Una empresa sin heredero
José Manuel se acuerda de todos. Cada miembro de su familia que pasó por el puesto de colores, dejó huella. Su hermano Miguel, su tía Lola o sus tíos Ramón y Manolo son algunos ejemplos. “Es una pena que la mayoría de negocios antiguos hayan desaparecido. Cada año cuesta un poco más mantenerse, aunque gracias a Dios tenemos una clientela fiel”, agradece. La familia de José Manuel, que se ha mantenido en el tiempo durante más de un siglo, mantiene la humildad desde sus inicios. “Eso nos diferencia de cualquier supermercado”, confiesa. Por su establecimiento han pasado infinidad de celebridades. Aitana Sánchez-Gijón, Isabel Díaz Ayuso, José Luis Martínez Almeida o Javier Bardem, entre otros.

José Manuel prepara un vaso de agua de cebada, elaborada con cebada tostada, agua, azúcar moreno y limón. / ALBA VIGARAY

Los kioskos de la familia Guilabert han pasado por varias ubicaciones, siendo la calle Narváez la última desde 1944. / ALBA VIGARAY
A sus 58 años, José Manuel no deja de pensar en su jubilación, ya que si no encuentra en su familia un heredero que tome su testigo, el negocio desaparecerá. “Si no es alguien de nuestra familia, no tendrá sentido y perderá su esencia”, declara. Su única hija, que tiene 28 y trabaja en una agencia de viajes, sería la candidata ideal, pero no comparte su pasión por la venta de estas bebidas. “Desde que era chiquitita ella nos ha echado una mano en el kiosko a mi hermano y a mí, pero no es una cosa que le guste exactamente. Igual el día de mañana la cosa no va bien y tiene que cogerlo porque no le queda otra”, lamenta. Su jubilación aún está lejos, pero José Manuel no está dispuesto a perder lo que para su estirpe tanto ha significado. El último aguaducho de Madrid, rodeado de franquicias y comida rápida, está más vivo que nunca.