ESTRENO
Alex Garland y la guerra hiperrealista de 'Warfare': "En el cine se trata de que todo funcione emocionalmente y sea entretenido. Aquí intentamos justo lo contrario"
Hablamos con el director británico por el estreno de 'Warfare: tiempo de guerra', a la que algunos tachan de propaganda pero que se distingue como retrato milimétrico y sin concesiones del combate bélico moderno

Una escena de 'Warfare'. / Cedida
En algún momento de los últimos años, Alex Garland (Londres, 1970) cambió de bando. No en términos ideológicos, sino formales. El novelista de La playa, en la que se basó la película de Danny Boyle con Leonardo DiCaprio de protagonista; el guionista de 28 días después y Nunca me abandones; el director cerebral de Ex Machina y Aniquilación, ese arquitecto de futuros distorsionados y sistemas al borde del colapso, ha ido renunciando —poco a poco, sin dramatismo ni eslóganes— a la ciencia ficción y la distopía como refugio y herramienta para contar sus historias. Su cine, cada vez más obsesionado con las estructuras del poder y sus mecanismos de violencia (recordemos la anterior, Civil War), ha ido perdiendo capas de metáfora y ganando aspereza directa.
Warfare: tiempo de guerra, su nueva película, es el punto final de esa deriva. O su precipicio más valiente. La obra más cruda, literal y física que ha firmado. Una cinta de 95 minutos, narrada en tiempo real, sin cortes, sin adornos, sin desarrollo de personajes, sin líneas argumentales o salvavidas para el espectador. Pero, sobre todo, sin una agenda estética más allá de la fidelidad al relato. No hay subrayado. No hay guiños. No hay alivio. Hay una demostración de habilida cinematográfica notable y, sobre todo, hay guerra. Aquí, la de Irak, y en concreto una misión de los Navy SEALs, la de Ramadi en 2006, que sale mal y obliga a una evacuación en condiciones imposibles. El resultado, codirigido por el excomando Ray Mendoza —protagonista real de aquella operación—, es una experiencia física, sensorial y moralmente compleja que se arriesga a parecer todo lo contrario a lo que realmente es.
La crudeza como principio narrativo
La película muestra como muy pocas se han atrevido a mostrar el lado más crudo del combate: la espera tensa, los interminables trámites funcionariales, el tedio absoluto de los tiempos muertos, los gritos desquiciantes de los heridos, la desorientación de soldados y civiles por igual... La guerra no es aquí una coreografía de acción, ni una épica con moraleja. Es un plano fijo donde nadie se mueve porque nadie sabe qué hacer. Es un cuerpo que sangra y otro que no sabe si está autorizado a tocarlo. Es el miedo que no tiene música.

Ray Mendoza (izda.) y Alex Garland, directores de 'Warfare'. / AP
Preguntado sobre por qué retroceder en el tiempo, el director destaca que la historia que se cuenta puede ser, perfectamente, un adelanto de cosas por venir. “Más que una película bélica, es una película sobre la guerra”, apunta Garland a este diario durante un encuentro reducido con medios en Madrid. “Lo es de la misma manera que 28 días después era una película sobre zombis. Lo que pasa es que esta vez el género no es metáfora, es materia prima”. Y añade, no sin una chispa de ironía: “Estoy esperando a que algún crítico me diga que hubo una película checa en los años 60 que ya hizo esto, contar de manera literal una situación de combate. Pero todavía no ha pasado”.
Como él dice, lo que ha hecho Garland con Warfare tiene algo de anomalía histórica: rodar una película bélica sin ningún tipo de consuelo, sin dramatización, sin la pátina redentora de lo heroico. Y esa decisión estética, por mínima que parezca, es radical. La película de guerra deja de ser bélica, o al menos renuncia a los tropos que la han definido históricamente.
Una película que divide desde el gesto
Se percibe en Garland un tono entre el fastidio y la resignación ante la percepción de una parte del público y de la crítica, que defienden que se trata de una película pro-americana, militarista e imperialista, mientras para él no es más que un retrato fidedigno de la guerra.
Durante el encuentro, hay un momento en que cristaliza esa tensión: un periodista le pregunta por qué en los títulos finales se homenajea a los soldados estadounidenses y no a los civiles iraquíes. Garland interrumpe con cortesía, pero con firmeza (al final del encuentro se disculpará “espero no haber sido demasiado brusco”): “Esa frase no es un homenaje a los soldados que protagonizan la película. Es una nota sobre los soldados que pilotaron los tanques en la acción de combate real. Chicos de 20 años que, en la película, no tienen rostro, ni línea de diálogo, pero cuyas historias son reales y devastadoras. Esto no es un pedestal. Es una constatación”.
Esa puntualización, ese desmarque semántico entre “reconocer” y “rendir tributo”, es clave para entender la intención de la película. Porque, pese a contar la historia desde el punto de vista de un bando, Warfare no exculpa.
¿Por qué alistarse con 17?
Garland no se esconde cuando habla de la responsabilidad que tiene el cine a la hora de vender realidades, o del malestar que arrastra desde hace años con cierto tipo de cine bélico. Le obsesiona una pregunta: ¿por qué un adolescente decide alistarse? ¿Qué lo empuja a eso? “Con 17 años uno puede pensar que toma sus decisiones de forma libre. Pero muchas veces esa decisión se toma con 14 o 15. Y eso tiene que ver con lo que han visto. Con lo que se ha contado. Con cómo se ha contado”.

La unidad militar en la que se centra la película de Alex Garland. / Cedida
Ahí es donde su malestar con el cine, incluido el suyo, se convierte en necesidad formal: “La industria cinematográfica tiene una responsabilidad en eso. Sabemos que la publicidad influye, pero seguimos actuando como si el cine no lo hiciera. Y eso es ridículo. El cine modela imaginarios”.
Por eso Warfare evita a conciencia todo lo que pudiera romantizar el conflicto. No hay música que eleve los momentos. No hay planos ralentizados. No hay arcos de redención. Lo que hay es un grupo de hombres jóvenes, interpretados por actores como D’Pharaoh Woon-A-Tai, Charles Melton, Joseph Quinn o Will Poulter, que actúan con torpeza, con miedo, con desconcierto. Soldados que no brillan: se arrastran, cargan, se equivocan. Algunos gritan. Otros se quedan callados durante minutos. Todos están en modo supervivencia. Como los civiles que esperan en una habitación sin saber si van a ser ejecutados o evacuados.
Y ahí está el centro moral de la película: en no saber. En no entender. En no poder anticipar. “La guerra es eso”, dice Garland. “Un lugar donde no sabes si vas a vivir o no, ni por qué estás ahí exactamente, ni qué va a pasar después. Pero tampoco puedes salir. No hay un fundido en negro. No hay corte. Solo sigue. Hasta que termina”.
Lo imposible como método
La película se apoya en un dispositivo formal muy específico como es la narración en tiempo real. Algo que obsesionaba a Garland. “En el cine se trata de comprimir el tiempo, de hacer que todo encaje, que todo funcione emocionalmente, que sea entretenido. Aquí intentamos justo lo contrario”.

Una escena de 'Warfare'. / Cedida
Para lograr esa textura realista, los actores se sometieron a un entrenamiento militar extremo. El equipo construyó decorados completos, funcionales, para que la cámara pudiera moverse libremente durante planos secuencia de más de diez minutos. Todo el diseño sonoro se hizo en directo, con disparos reales, con instrucciones por radio, con altavoces que lanzaban sonidos de perros, drones o pasos en las escaleras. No había espacio para el artificio.
Ray Mendoza, también presente en el encuentro con la prensa, que codirige la cinta y cuya memoria es la base del guion, lo explica de forma directa: “No queríamos que los actores interpretaran. Queríamos que estuvieran. Que se movieran con el peso del equipo. Que cargaran con sus compañeros. Que respiraran como nosotros respiramos en 2006”.
Mendoza no escapa a ese discurso patriótico estadounidensen algo infantil de blanco y negro, de buenos y malos, de indios y vaqueros, aunque lo matiza con la experiencia. Durante la entrevista, habla con naturalidad de la dualidad de la guerra: “He visto la peor cara del ser humano, pero también la mejor. Hicimos muchas cosas buenas en Irak, aunque no se reportaran. Y cuando ves a gente torturando a mujeres o lanzando ácido, sabes que estar allí tenía sentido”.
A Garland le interesan esas zonas grises. “Yo no dicto política”, dice. “Solo escucho. Escribo. Y trato de no manipular lo que escucho”.

Foto de rodaje de 'Warfare'. / Cedida
Una película incómoda
En tiempos de saturación visual, de narrativas polarizadas, de espectáculos bélicos perfectamente calibrados para entretener y emocionar, Warfare opta por el camino más difícil: el de no decir lo que el espectador quiere oír. No hay herejía más grande en el cine contemporáneo que rehusar una postura clara. Y sin embargo, es justo en esa ambigüedad, en ese terreno incómodo y sin respuestas, donde la película cobra sentido.
“Esta es una película sobre la guerra”, repite Garland. Con esa frase, corta, seca, sin metáforas, podría empezar y terminar la película. Pero también, y quizá más importante, podría empezar una conversación que el cine ha postergado demasiado tiempo sobre la conversión de la violencia organizada en un espectáculo casi deportivo.
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