EL ORIGEN DE... (II)

La calle de la Cabeza: un cura decapitado, un castigo divino y un no tan gentilhombre

La leyenda de esta travesía, que corta las vías de Lavapiés, el Olivar y San Pedro Mártir, es una de las más macabras que se recuerdan en el Madrid de finales del siglo XVI y principios del XVII

El caritativo don Braulio, sacerdote de la iglesia de San Sebastián, fue la víctima del terrible crimen

Dos mujeres pasean por la calle de la Cabeza, en Madrid.

Dos mujeres pasean por la calle de la Cabeza, en Madrid. / ALBA VIGARAY

Ana Ayuso

Ana Ayuso

En la parte alta del barrio de Lavapiés, muy cerca de Tirso de Molina, existe una calle cuyas placas muestran la cabeza de un hombre decapitado sobre un plato, la testa de un carnero que chorrea sangre y una daga.

Se trata de la calle de la Cabeza, que corta las vías de Lavapiés, el Olivar y San Pedro Mártir. Los azulejos que orientan al caminante perdido recuerdan la macabra historia que, según la leyenda, se dio en esta estrecha travesía a finales del siglo XVI y principios del XVII.

En esa época, en la zona pertenecía a las cuadras del Palacete del Olivar y reinaba Felipe III, El Piadoso, un sacerdote, conocido como don Braulio y querido en todo el barrio, recibió una herencia importante.

Placa de la calle de la Cabeza.

Placa de la calle de la Cabeza. / ALBA VIGARAY

El cura, que daba misa en la iglesia de San Sebastián, que aún se conserva en el número 39 de la calle de Atocha, "utilizaba el dinero para ayudar a los demás", relata Daniel Utrilla, uno de los creadores, junto a la ilustradora Sara Velázquez, de la cuenta de Instagram Madrid para Llevar, donde explican curiosidades de la capital en vídeos de un minuto.

Don Braulio tenía un plan. Quería recolectar el dinero de las limosnas que le daban los vecinos para construir un albergue en el que socorrer a los pobres y a los enfermos.

Un día, el caritativo sacerdote recogió de la calle a un joven de origen portugués, "con la idea de que se convirtiera en su criado", apunta José Luis Rodríguez-Checa, autor de Historias de las calles de Madrid (Editorial La Librería, 2021). Se llamaba Cristóbal y su amo se empeñó en enseñarle a leer y a escribir.

Sin embargo, el chico "salió un poco torcido", dice Rodríguez-Checa. Frecuentaba malas compañías y acudía con asiduidad a las tabernas y a los numerosos prostíbulos que en la época se repartían por el barrio de Lavapiés.

Al sacristán de la iglesia de San Sebastián le sorprendió que don Braulio no acudiese una mañana a dar misa. Caminó hasta la casa del sacerdote, entró y "se encontró con un espectáculo dantesco", señala el autor de Historias de las calles de Madrid.

Don Braulio yacía degollado en un charco de sangre. Cristóbal le había asesinado como a los toros, con varias estocadas. Le robó la fortuna que, poco a poco, había ido recolectando para construir el albergue y emprendió el camino de vuelta a Portugal.

El barrio de Lavapiés se estremeció, pero, durante años, los vecinos nunca supieron quién había sido el asesino de Braulio. Cristóbal, por su parte, vivió una buena vida en su país hasta que, como ha ocurrido en tantas historias, decidió retornar al lugar del crimen. "Pensó que era oportuno volver y que ya se habría olvidado todo", indica Daniel Utrilla.

Ya de vuelta a Madrid y convertido en un gentilhombre gracias a la fortuna de Braulio, Cristóbal se acercó a la plaza de Cascorro, en la que estos días se ha celebrado la verbena de San Cayetano y que hace siglos se empleó como matadero.

Cristóbal compró una cabeza de carnero para asarla. Se la envolvieron y la guardó debajo de su capa. Como ocurría siempre en esta céntrica plaza, que se caracterizaba por el rastro de sangre que bajaba por las cuestas de Embajadores y Ribera de Curtidores cuando se sacrificaba a los animales y que dio nombre a esta zona, El Rastro, la cabeza de carnero comenzó a gotear.

Un alguacil se percató del reguero rojo que desprendía la capa de Cristóbal y le paró para pedirle que le enseñara qué llevaba debajo de la ropa. Cuando el portugués sacó su compra, no apareció la cabeza del carnero, sino la del padre Braulio, a quien cuatro años antes había matado.

Con este castigo divino, Cristóbal "se vino abajo, confesó su crimen y fue ajusticiado como cualquier otro asesino", cuenta Utrilla. "Fue condenado a la horca en la plaza Mayor, que era el sitio donde se celebraban las ejecuciones públicas", añade Rodríguez-Checa.

Una cabeza de piedra en la fachada

Para recordar este suceso, el rey Felipe III mandó construir una cabeza de piedra para que la colgaran en la fachada de la antigua casa de don Braulio. "Hay varias leyendas con esto. Unos dicen que era una cabeza de carnero y otros, que era humana", expresa Daniel Utrilla.

A los vecinos les daba "bastante respeto, bastante miedo" ver esa cabeza, observa Rodríguez-Checa, por lo que rogaron que la quitaran. En su lugar, pusieron una capilla dedicada a la virgen del Carmen y, dentro de ella, colocaron un cuadro que recordaba los trágicos acontecimientos que culminaron con la muerte del cura más piadoso del barrio.