LIMÓN & VINAGRE

Philippe Martínez, un metalúrgico curtido en la calle

Desde un punto de vista económico, la otrora poderosa Francia es un enfermo cronificado pero aún rico

Philippe Martínez, un metalúrgico curtido en la calle

Philippe Martínez, un metalúrgico curtido en la calle

Alfonso González Jerez

Alfonso González Jerez

Algunos bocazas insisten en que si Philippe Martínez, el secretario general de la Confederación General del Trabajo (CGT), enarbola con ferocidad una subida del salario mínimo en Francia de hasta los 2.000 euros brutos mensuales -ahora mismo no llega a 1.700- es por puro desinterés, porque él cobra más de 6.000. Es posible. Pero a Martínez le queda poco de mandato. El próximo marzo abandonará la dirección de la organización sindical y ha dicho que volverá a su puesto en Renault, donde le quedarán un par de años para jubilarse. Ya se ha ofrecido a la empresa para mediar en cualquier conflicto interno. Lo absolutamente seguro es que no volverá a sentarse en un minúsculo despacho para hacer cálculos metalúrgicos.

Las huelgas y las protestas recorren Francia. En realidad se trata de un malestar que lleva en las calles cerca de quince años y que alcanzó su mayor intensidad -hasta ahora - con el movimiento de los chalecos amarillos, en 2018 y 2019, que cogió al traspiés tanto al Gobierno del presidente Macron como a las grandes centrales sindicales francesas, la CGT y la Confederación Francesa Democrática del Trabajo (CFDT).

Desde un punto de vista económico, la otrora poderosa Francia es un enfermo cronificado pero aún rico. Un enfermo que todavía se puede permitir almohadones mullidos, sábanas limpias y un orinal aceptable, pero agudamente consciente de sus patologías, que conducen al callejón sin salida de las sociedades posmodemocráticas de la Europa más rica: no hay un horizonte de futuro próspero y solidario para la mayoría. Se trata de resistir absurdamente mientras crece la desigualdad social, la clase media se empobrece y un precariado creciente y nihilista va sustituyendo a un proletariado con conciencia de clase y optimismo histórico. El futuro -como la memoria-ya no es lo que era. Dejó de serlo hace tiempo.  

Tal vez no conviene exagerar sobre los orígenes españoles de Phillipe Martínez. Ciertamente, es hijo y nieto de españoles procedentes de Cantabria, pero más allá de la genética, los efectos no parecen muy evidentes. Quizás la explicación está en las convicciones ideológicas. Su padre, Manuel, ya nació en Francia; su madre llegó durante la adolescencia y se convirtió en empleada de hogar. Formaban una pareja de jóvenes comunistas que creían que la Unión Soviética era la patria fundacional del proletariado, no se perdían una manifa y solo leían L´Humanité. 

Por aquel entonces, ser comunista, además de compartir un credo laico, suponía un estilo de vida. Por supuesto, el chico militó en cuando pudo en las Juventudes Comunistas y después en el PCF, el partido comunista más obcecado y alérgico a los cambios ideológicos de Europa Occidental, que jamás ha sentido excesivas simpatías por lo español. A finales de los setenta, su entonces secretario general, el infinitamente testarudo y aldeano George Marchais, rechazaba la entrada de España en el Mercado Común, antecedente de la Unión Europea. Según Marchais la incorporación de España dificultaría la transformación de Europa en un espacio comunista revolucionario. Con esas luces no es de extrañar que el PCF terminara reducido a una fuerza residual.

Acababan los años cincuenta cuando los Martínez se instalaron en Rueil-Mailmaison, una pequeña ciudad cerca de París, donde había abierto una factoría la empresa Renault. Ahí trabajó Manuel y, después de estudios de grado medio, lo hizo su hijo, que entró en 1982, apenas cumplidos los 18 años. Un curro tranquilo y relativamente bien pagado facilitado por un convenio colectivo que imponía que en la oferta de trabajo de la empresa existiera una cuota para los hijos de los operarios. Tampoco trabajó demasiado en el departamento de Metalurgia, su destino inicial, porque casi inmediatamente entró en la CGT y en muy pocos años fue elegido por sus compañeros delegado sindical. A principios de siglo era el secretario general de Sindicato del Metal de la CGT y se mantuvo siete años en el cargo. El escándalo que arruinó la carrera del secretario general de la Central General de Trabajadores, Thierry Lepaon, le concedió a Martínez la oportunidad de alzarse hasta el liderazgo nacional. Y lo hizo astutamente en 2015.

El sindicalismo francés es uno de los más curiosos de la familia europea. Cuenta con un número decreciente de afiliados, como en casi todo el mundo, pero el millón aproximado de trabajadores sindicados (en una población activa de 29 millones de personas) con una implantación muy sólida, en particular en la administración pública y empresas del Estado. Martínez ha dirigido su central sindical con una autoridad que muchos -en voz baja - califican de autoritarismo.