Refugiados

Externalización del asilo: modelos cuestionados y escasamente efectivos

Australia, Estados Unidos, Israel o la Unión Europea son algunos de los países y bloques que han dejado en manos de terceros países parte de su gestión fronteriza

Refugiados africanos, considerados ilegales por Israel, huyen de las autoridades migratorias de ese país a las afueras de Beersheva en una imagen de archivo del 2013.

Refugiados africanos, considerados ilegales por Israel, huyen de las autoridades migratorias de ese país a las afueras de Beersheva en una imagen de archivo del 2013.

A. Foncillas - I. Noain - A. Rocha Cutiller - A. López Tomás

El plan del Reino Unido para deportar a solicitantes de asilo hasta Ruanda está lejos de ser un experimento novedoso. Desde comienzos de este siglo varios países ricos han puesto en marcha fórmulas semejantes para externalizar el asilo y la gestión parcial de sus fronteras. La eficiencia de esos modelos ha muy cuestionada y los abusos contra los derechos humanos, frecuentes en algunos casos.

Desde Australia a Nauru y Papua Nueva Guinea

El iraní Mehdi Ali ya sumaba nueve años en el laberinto de la política migratoria australiana cuando la prensa se amontonó en febrero frente al Park Hotel de Melbourne esperando a la salida de Novak Djokovic. Aquel puñado de días que compartió techo con el tenista, castigado por su falta de vacunas, sirvió para que emergiera el drama de los inmigrantes detenidos en Australia. Mehdi había pasado por las infaustas instalaciones de la isla de Nauru, con la que Canberra había firmado en 2013 un acuerdo para acoger en sus centros de detención a los inmigrantes ilegales y solicitantes de asilo. La prensa ha descrito un escenario de palizas y abusos sexuales que empujan a la depresión y los pensamientos suicidas.

Escándalos similares y las persistentes críticas de las organizaciones de derechos humanos ya provocaron que Papúa Nueva Guinea, el otro país al que Australia externalizaba a sus inmigrantes, exigiera en 2019 la cancelación del eufemístico Acuerdo Regional de Reasentamiento. Human Rights Watch ha pedido a Australia que jubile de inmediato su arbitraria política de detenciones indefinidas a solicitantes de asilo, refugiados e inmigrantes ilegales. En el sistema, defendido por Canberra como disuasorio, los inmigrantes pasan una media de 689 días detenidos, frente a los 55 días en Estados Unidos o los 14 de Canadá. ADRIÁN FONCILLAS

Desde EEUU a México y Centroamérica

México es la Ruanda de Estados Unidos. Allí es donde la mayoría de personas llegadas a EEUU en busca de asilo son enviadas para esperar la tramitación legal de sus solicitudes. Esa polémica política, bautizada “Protocolos de Protección de Migrantes” pero conocida como “Quedarse en México”, se puso en marcha durante el mandato de Donald Trump y aunque al llegar a la Casa Blanca Joe Biden prometió ponerle fin, el demócrata se ha visto obligado a mantenerla por decisión de un tribunal federal.

También por orden judicial el gobierno de Biden mantiene en vigor la controvertida aplicación del Título 42, otra herencia de Trump que, con el argumento de la salud pública durante la pandemia, permite las deportaciones inmediatas a sus países de origen a quienes cruzan la frontera sin papeles. Bajo esa medida EEUU ha expulsado desde marzo de 2020 a dos millones de personas.

A lo que Biden sí puso fin es a los acuerdos de “tercer país seguro” que su predecesor había firmado con GuatemalaHonduras y El Salvador, el denominado Triángulo Norte. Esos pactos obligaban a los migrantes en ruta hacia a EEUU a solicitar asilo en esos países y permitían enviar a las tres naciones desde EEUU a solicitantes de asilo de otras naciones. En el caso de Guatemala la aplicación se suspendió en 2020 por la pandemia, y en los de Honduras y El Salvador nunca se llegó a aplicar. IDOYA NOAIN

Turquía como cancerbero de la UE

Cuando la Unión Europea y Turquía firmaron, en marzo de 2016, su acuerdo sobre los refugiados, la situación era apremiante para ambos. Europa había recibido 1,5 millones de refugiados sirios en el año anterior, y no quería más. Turquía, en una época convulsa de atentados mensuales y crisis en sus playas, quería mostrar que todo se había terminado, que el gobierno de Recep Tayyip Erdogan controlaba la situación. 

Y en un principio, el acuerdo funcionó para ambos. A cambio de pagarle a Turquía 6.000 millones de euros para construir infraestructuras en las zonas con más población refugiada, las llegadas a las islas griegas bajaron en picado. Turquía se convirtió en el país del mundo con un mayor número de refugiados. 

Con el paso del tiempo, sin embargo, Erdogan empezó a quejarse: según el pacto, los turcos debían de ver como se levantaba el requerimiento de visados hacia Schengen. Nunca ocurrió. Según el pacto, a cada refugiado que fuese devuelto voluntariamente desde Grecia a Turquía, otro refugiado tenía que ser mandado desde el país anatolio hacia Europa. Los que lo han conseguido, en seis años, se pueden contar en las pocas decenas.

El acuerdo expira a finales de 2022, y aunque la intención de las dos partes es renovarlo, el coste para Erdogan puede ser muy alto. Tocados por una crisis inflacionaria galopante, los turcos quieren casi unánimemente que los sirios se marchen de vuelta a su país. El tiempo de acogida —y de pactos— parece haber terminado. ADRIÀ ROCHA CUTILLER

Desde Israel a Uganda y Ruanda

Israel se define a sí mismo como el “Estado nación judío”. Por ello, cualquier persona no judía no es precisamente recibida con los brazos abiertos. Alrededor de 37.000 migrantes africanos vivían en Israel en el 2018 cuando el primer ministro conservador de entonces, Binyamín Netanyahu, urdió un plan para deportarlos a terceros países. Tachándolos de “infiltrados”, los miles de eritreos y sudaneses que aún malviven en el Estado hebreo son reconocidos comosolicitantes de asilo por organizaciones de derechos humanos nacionales e internacionales, como ACNUR. Pero para el derechista Gobierno israelí solo han venido a buscar trabajo. 

Uganda y Ruanda son los destinos elegidos para aquellos que, tras huir de la guerra y la persecución, entran ilegalmente a Israel a través de su frontera desértica con Egipto. Pero ninguno de los dos países ha reconocido oficialmente ser parte de un acuerdo con las autoridades israelís. Hasta el 2018, las transferencias se hacían de forma voluntaria pero la deriva derechista del Gobierno israelí propició las deportaciones forzosas bajo la amenaza de detención indefinida. 

Con un billete de ida, documentos de viaje en regla y 3.500 dólares en efectivo en el bolsillo, los deportados empezaron a ser mandados de manera informal a los Estados africanos. A la salida del aeropuerto, no recibían la protección legal que se les había prometido como solicitantes de asilo. Muchos de ellos emprendieron la trágica ruta migratoria de nuevo. Esta vez, rumbo a Europa. ANDREA LÓPEZ TOMÁS