LIMÓN & VINAGRE | Boris Johnson

El embuste impenitente

Su carisma, además, lo protege de meteduras de pata: suelta una burrada y hasta tiene su gracia

Boris Johnson tras una rueda de prensa en septiembre de 2021.

Boris Johnson tras una rueda de prensa en septiembre de 2021. / Dan Kitwood/Pool via REUTERS

Olga Merino

Olga Merino

Hablar de saraos en Downing Street suscita una risa floja, de conejo dentón, pues cuesta imaginar que entre esas paredes tan rígidas pueda cuajar ni gota de sarandonga, cuchíbiri, cuchíbiri… Parece que, lejos del desparrame, las soirées en la residencia del premier británico se circunscribieron a tablas de quesos, partidas de Pictionary (dibujar palabras raras para que la adivine tu equipo) y beber copas de vino; en abundancia, eso sí, porque cuando convidas a una velada con la consigna "bring your own booze" (tráete tu propia priva), una de dos: o eres un tacaño redomado o tus invitados liban cual carpas coloradas.

Lo irritante no fueron las fiestas en sí ni el fervor etílico, sino el cuándo y el cómo: durante el estricto confinamiento por la pandemia y violando unas medidas de seguridad que el mismo

Boris Johnson

había impuesto. Más aún, mintió sobre el asunto. Que no, que no y que no. Que no eran juergas, sino "reuniones de trabajo", hasta que saltaron las fotos y filtraciones. Scotland Yard acaba de imponerles una multa, a él y a su ministro de Economía, Rishi Sunak, por el cachondeo durante el covid. Lo que son las cosas: se tomó a risa el virus, y casi la palma. 

Si los de ascendencia católica podemos soltar alguna trola porque el cura nos la perdona, la puritana tradición anglosajona digiere mal el embuste, ni aun con Alka–Seltzer (que se lo pregunten a Eisenhower, a Nixon, a Clinton cuando fumaba puros con la becaria Monica Lewinsky o al maestro de maestros Donald Trump). Todos ellos sudaron tinta. Pero si bien el partygate mantiene al premier contra las cuerdas, esta nueva mentira no sorprende a los británicos, pues Boris Johnson ha cimentado su andadura sobre la falacia, desde que empezó como periodista para el conservador The Times en 1987: lo despidieron a los pocos meses porque, en un reportaje de portada, atribuyó una cita apócrifa a un académico, que, aun siendo su padrino, protestó ante la dirección.

Boris Johnson cierra el escándalo ‘partygate’ con una multa y una disculpa pública

/ Agencia ATLAS | Foto: EFE

Y así suma y sigue, calumnia tras calumnia, con sus asuntos de cama, en la alcaldía de Londres y en la campaña del brexit, con cifras falsas sobre una Europa sacamuelas o disparatadas directivas, alegando que los funcionarios de Bruselas pretendían imponer determinada curva a los plátanos, el sabor de las patatas fritas o la talla única en los condones. El costumbrismo convertido en una bomba política.

Su palabra no vale un penique. Se dice que él mismo redactó dos borradores de una columna para la prensa —una a favor de abandonar la UE; la otra, de permanecer— antes de deslizarse suavemente hacia la causa vencedora en el referéndum de 2016. La oportunidad la pintan calva, y vio en el brexit un sendero enmoquetado para ascender hacia la cúspide del poder. Como Groucho Marx, "estos son mis principios, y si no les gustan, tengo otros".

British PM Boris Johnson leaves Downing Street in London

British PM Boris Johnson leaves Downing Street in London / EFE

Impuntual, caótico, desgreñado —¿el tono platino es teñido? Apostamos que sí— y un desaliño muy british y estudiado que lo emparenta con el Piraña, el niño zampabollos de la serie Verano azul, pero en rubio. Más allá de sus bufonadas públicas, posee una gran capacidad de introspección, de abstraerse, espoleada quizá por la sordera aguda que padeció de jovencito. Formado en el colegio de Eton y en la universidad de Oxford, binomio que constituye el sanctasanctórum de la aristocracia británica, posee un buen fondo de armario intelectual, astucia y, sobre todo, una inteligencia endiablada, una antena ultrasónica que le permitió captar el zeitgeist de la época, la dislocación de los británicos, sus miedos, su necesidad de sacudirse de encima el derrotismo, la impotencia, la grisura, la falta de esperanza. Tanto en el Reino Unido, como aquí o en Madagascar lo importante es el relato. Que se lo crean.

Su carisma, además, lo protege de meteduras de pata. Suelta una burrada y hasta tiene su gracia, como cuando comparó a Hillary Clinton con "una enfermera sádica en un hospital mental". El sarcasmo gusta mucho a los británicos hasta cierto límite, pero con la falta de transparencia no tragan. Aun cuando el brexit ha resultado un fracaso sin los tintes apocalípticos que algunos auguraban, Boris Johnson lo tiene crudo. De momento, aguanta el tipo gracias a la guerra en Ucrania y la intempestiva decisión de enviar a Ruanda a los inmigrantes que crucen el Canal de la Mancha. Así desvía la atención, pero ¿hasta cuándo? Ninguno de sus antecesores inmediatos ha dejado el cargo entre aplausos y laureles: ni May, ni Cameron, ni Blair, ni Thatcher, ni Churchill.