LIMÓN & VINAGRE | MOHAMED VI

La diplomacia del grifo

Como quien no quiere la cosa y sin dar cuentas a nadie, ya volvemos a ser hermanos de un régimen no demasiado democrático    

El rey de Marruecos, Mohamed VI.

El rey de Marruecos, Mohamed VI. / REINO DE MARRUECOS

Olga Merino

Olga Merino

En Mohamed VI, lo primero que llama la atención es la boca. Se percibe enseguida que en él gobierna la cavidad en la cual están colocados la lengua y los dientes, una boca insaciable, bien ejercitada en sus atributos: hablar, susurrar, gritar con voz de mando, silbar por lo bajini y, sobre todo, masticar. El suyo parece un rostro habituado a las tentaciones de la cocina marroquí, el cuscús, el tayín de cordero, la repostería anegada en miel, y mucho nos tememos que también a los macarons au chocolat de Fauchon, puesto que el rey de Marruecos pasa largas temporadas en la capital francesa.

Deja la chilaba en el armario, se enfunda americanas estampadas de lo más molón y, hala, a callejear por Saint-Germain-des-Prés. Para eso posee un castillo en Betz, a una hora en coche de París, un casoplón con la misma superficie que el resto del término municipal, además del inmueble que se compró en octubre del año pandémico, un palacete cuyo jardín linda con la explanada del Campo de Marte, la que se extiende a los pies de la torre Eiffel (80 millones de lereles).

Como a todo hijo de vecino, al rey de Marruecos le gusta el ‘flus’. Supimos hace poco que le sustrajeron un peluco de postín, un Patek Philippe de oro blanco con más de un millar de diamantes incrustados. El dinero no le duele. Puede gastarse los monises donde le venga en gana, sin mirar el precio, poseedor, según la revista Forbes, de una fortuna que rondaría los 5.000 millones de euros. Relojes, yates, mansiones, aviones privados… Podríamos llenar la vinagrera con sus caprichos excéntricos. Contrasta sin embargo su gusto por el lujo con la educación que debió de recibir en palacio —esto es mera suposición—, a cargo de las cinco niñeras que cuidaron de la prole alauita, Pepi, Rosi, Dolores, Pilar y María, dos de ellas de origen vallisoletano. La proverbial austeridad castellana.

El rey de Marruecos, Mohamed VI, en una visita al Palacio del Elíseo. 

El rey de Marruecos, Mohamed VI, en una visita al Palacio del Elíseo.  / Ian Langsdon

—Príncipe mío, acábate la sopa de fideos.

—Para ti y para tu prima. Yo quiero un filete empanado.

—Estás ganándote un pescozón, habibi.

Se ciñó la corona en julio de 1999 tras la muerte por infarto de su padre, Hassan II, puño de hierro durante 38 años, con quien Juan Carlos I, el emérito, hizo unas migas estupendas. La llegada al trono de Mohamed VI, el varón primogénito de cinco hermanos, suscitó un desmedido entusiasmo en la esperanza de que al fin se aplicaran profundos cambios en el país, sobre todo en lo que respecta al futuro de los jóvenes y de los más necesitados.

Al principio lo llamaban, mira tú por dónde, el "guardián de los pobres". Pero entre las virtudes que atesora el monarca marroquí destaca un finísimo olfato para las relaciones públicas y para aparentar ser lo que no es. Cuando a finales de 2010 estalló la Primavera Árabe contra la corrupción y las desigualdades (Túnez, Libia, Egipto, Siria, Yemen, Baréin...), el rey se olió la tostada y supo descabezar el descontento en casa con una reforma constitucional apenas cosmética: él es quien sigue cortando el bacalao.

El reino de la simulación, como en su vida privada; un tupido velo cubrió el divorcio de la madre de sus dos hijos, Lalla Salma, quien desapareció del mapa sin demasiadas explicaciones. Lo mismo sobre su estado de salud, tras dos operaciones de una arritmia cardiaca, en 2018 y 2020.

Respecto a las relaciones con España, ha imperado la diplomacia de la pataleta, del cabreo súbito y el grifo. Sucedió, por ejemplo, en 2014 cuando la Guardia Civil interceptó en aguas de Ceuta una moto acuática no identificada; la conducía Mohamed VI, quien se quitó las gafas de sol para que lo reconocieran.

El Rey Felipe VI y Mohamed VI durante la firma de acuerdos bilaterales en febrero de 2019.

El Rey Felipe VI y Mohamed VI durante la firma de acuerdos bilaterales en febrero de 2019. / Casa Real

—Oye, Felipe, que tus picoletos me han retenido más de una hora.

—¡Pero qué me dices!

—Ti lo joro, premo.

Se agarró tal berrinche que, cinco días después de esta peripecia, el 12 de agosto de 2014, se produjo una avalancha de inmigrantes en las costas andaluzas, mientras que otros 80 lograban saltar la valla de Melilla. Otro tanto sucedió tras el ingreso de Brahim Gali, líder del Frente Polisario, muy grave a causa del coronavirus, en un hospital de Logroño; en cuanto trascendió el asunto, pumba, un tropel de 10.000 inmigrantes sobre la playa del Tarajal, en Ceuta.

Y en esas estábamos hasta que Pedro Sánchez mandó a Rabat una carta en la que le contaba a Mohamed VI que nada, que se adhería sin más a las tesis de Marruecos sobre el Sáhara Occidental, y que ni referéndum ni pamplinas. Así, como quien no quiere la cosa y sin dar cuentas a nadie, ya volvemos a ser hermanos de un régimen no demasiado democrático.