CORRESPONSAL

Cadáveres en la calles y edificios arrasados: la odisea para escapar viva de Mariúpol

La ciudad meridional ucraniana lleva un mes sitiada y se ha convertido en el símbolo de la crueldad de las tropas rusas

Mariúpol

Mariúpol / EFE/Galyna Balabanova

Ricardo Mir de Francia

Ricardo Mir de Francia

Durante tres semanas y un día fue testigo de la destrucción sistemática de la ciudad donde nació, Mariúpol, una urbe de casi medio millón de habitantes bombardeada por tierra y aire sin descanso por las tropas rusas, y estrangulada por un sitio que va camino de engrosar los episodios más bárbaros de la historia bélica. En esos 22 días aprendió a interpretar la métrica de la artillería para escurrirse durante sus silencios por jardines y descampados o a dormir en una bañera para no morir congelada. Se acostumbró a sortear cuerpos tirados en las aceras y a alimentarse de pan duro. “La gente espera que llore todo el rato y les cuente que pasé los días en el búnker”, dice ahora Diana Novikova desde un lugar seguro. “Pero no es el caso. Todos aquellos días solo pensé en escapar de Mariúpol y en llevarme conmigo a mi abuela”. 

A sus 29 años, Novikova vive ahora desplazada en casa de una antigua alumna suya en Leópolis, de los días cuando ensañaba a jóvenes prodigio en una escuela de liderazgo en Mariúpol. Su ciudad natal, a la que se mudó su familia desde la rusa San Petersburgo en 1981, se ha convertido en el símbolo por excelencia de las atrocidades cometidas por las tropas de Vladímir Putin en Ucrania. Buena parte de la urbe ha sido arrasada, como le pasó en su día a CoventryAleppo o Gernika, y hay tantos muertos que se está enterrando a la gente en parques y jardines. “Su tarea es simplemente borrar la ciudad de la faz de la tierra, incluidos sus habitantes”, ha dicho este lunes su alcalde, Vadym Boychenko.

La importancia estrategia para el Kremlin de esta ciudad portuaria y metalúrgica no se le escapa a nadie. Permitiría a su ejército controlar completamente el mar de Azov, desde el que se exporta parte del acero y el grano ucraniano, y establecer un puente terrestre entre las repúblicas separatistas prorrusas del Donbás –Mariúpol es parte de la región de Donetsk– con la península de Crimea. Pero sigue sin lograrlo, pese al bloqueo que ha impuesto sobre la ciudad desde hace un mes y el bombardeo indiscriminado que la está destruyendo. 

Comienzo del desastre humanitario

La artillería empezó a castigar Mariúpol desde el inicio de la invasión el 24 de febrero y, cuatro días después, las columnas rusas se acercaban a sus puertas desde el norte y desde el sur, tras tomar Berdiansk sin apenas resistencia. “Ahí fue cuando el pánico empezó a desatarse”, recuerda Novikova que, por entonces, había logrado que su abuela se mudase con ella a su piso del centro. “La gente compró todo lo que pudo, más de lo que necesitaba, y todo empezó a escasear. Ese fue el comienzo del colapso humanitario”.

Aquel 28 de febrero la ciudad experimentó los primeros cortes de suministro, que serían permanentes a partir del 2 de marzo. Ni agua, ni luz, ni calefacción, una vuelta al neolítico, con temperaturas de hasta 10 grados bajo cero. Poco después caería también el gas. Un sector de la ciudad fue bombardeado durante 15 horas ininterrumpidas. “Para protegernos pasamos a dormir en el pasillo porque los búnkeres estaban hasta arriba de gente y hacía un frío atroz”, afirma con enorme entereza y un relato más factual que emocional, por más que a veces le falte al aire al respirar.

El 3 de marzo la ciudad pasa a estar completamente rodeada, con las líneas de ferrocarril también dinamitadas. No hay más salida que el mar. Es decir, no hay salida. Pero lejos de sucumbir al miedo, Novikova se une a un centro de voluntarios que distribuye medicamentos y comida. Y, a partir de las cinco de la tarde, sale pitando para cumplir con el toque de queda.

Bombardeos constantes

Los bombardeos –con artilleríatanques y misiles Grad-- se recrudecen el 5 de marzo, tras una breve pausa para el primer corredor humanitario, y a partir del 7, “empiezan a ser constantes”. El caos es absoluto. No hay apenas información de lo que realmente sucede. Un puñado de camiones cisterna tratan de abastecer a 450.000 habitantes. Y muchos recurren a la nieve para sobrevivir.

Novikova se embarca en una rutina perversa bajo la lluvia de fuego: sale del apartamento, cruza un puesto de control para encontrar un punto con señal telefónica, asiste a la reunión de las fuerzas civiles que defienden la ciudad junto al ejército ucraniano y acaba el día en el centro de ayuda social. “Cada vez que salía no sabía si volvería a ver a mi abuela. Por entonces estaba claro que los rusos se estaban comportando como unos fascistas. No respetaban nada, pero no tuve miedo. Mi único objetivo era buscar una salida”. En su casa ya no quedaba comida. Y durante 10 días ni ella ni su abuela --sus padres fallecieron años atrás-- comerán nada más que pan y galletas.

El 13 de marzo un bombardeo revienta las ventanas de su apartamento. Su abuela está bien, pero todo se vuelve “aterrador y peligroso” por las temperaturas gélidas. Aquella noche duermen en el cuarto de baño, la única estancia sin ventanas y, al día siguiente, andan 15 kilómetros entre “edificios quemados y cadáveres tirados por la calle” para refugiarse en casa de una amiga.  

Corredores humanitarios, la única salida

Los corredores humanitarios son cada vez más frecuentes, por más que sean atacados de forma intermitente. Novikova busca su oportunidad. Unos parientes de su amiga tienen coche. Trata de convencerlos para marcharse juntos. Pero le dan largas esgrimiendo que su edificio está intacto. “Aquella fue la primera vez que lloré desde el principio del asedio, no me lo podía creer”, rememora ahora. 

No se rindió. Al día siguiente 20.000 personas lograron huir de Mariúpol en el corredor más multitudinario hasta entonces. “Ahí quedó patente la decencia de cada uno. Unos coches iban hasta arriba de gente; otros no te dejaban subir porque se llevaban la televisión a cuestas”. Pero entonces una mujer empezó a gritarle: ‘Tengo espacio’. Tanto para ella como su abuela. Y sorteando carreteras sembradas de cráteres lograron llegara hasta Berdiansk y luego a Zaporiyia, la primera ciudad bajo control ucraniano. “Nunca me había alegrado tanto de ver una bandera de mi país”, sin el más mínimo atisbo de victoria en el rostro.