ANÁLISIS

Cómo Putin entró en nuestra cabeza

El líder ruso lleva una década atacando a un Occidente “degenerado y gay” apoyado en el demoledor efecto de las redes sociales y en la destrucción de la verdad

Cómo Putin entró en nuestras cabezas.

Cómo Putin entró en nuestras cabezas. / LNE

Eduardo Lagar

Cuando Donald Trump fue elegido en 2016, Alexséi Pushkov, presidente del comité de relaciones exteriores de la Cámara baja del Parlamento de Rusia, se sumó al coro de felicitaciones rusas por la elección del hombre naranja y expresó su confianza en que el nuevo presidente de EE UU “pueda hacer descarrilar la locomotora de Occidente”.

Esta cita está recogida por el historiador Timothy Snyder, catedrático de la Universidad de Yale, en El camino hacia la no libertad, un estudio imprescindible para conocer las raíces de la actual invasión rusa de Ucrania y comprender que, vista en perspectiva, la actual masacre de civiles es el último episodio de la verdadera guerra mundial que Putin lleva librando contra Occidente desde hace más de una década. La elección de Trump fue, hasta la fecha, el triunfo más sonado de Putin en esta contienda, sostiene Snyder. Porque hacer descarrilar la locomotora de Occidente, redefinir sus estructuras de seguridad y desestabilizar las democracias liberales para realzar a la llamada “democracia iliberal” rusa (maloliente autoritarismo levemente aromatizado con ficción electoral) es la auténtica victoria final que persigue el líder ruso, ese excomandante del KGB que aspira a zar para cerrar la íntima herida que le causó la pérdida de su paraíso soviético juvenil.

Haciéndonos de menos

Putin sabe que su país no puede ser más fuerte pero sí puede lograrlo haciendo que los demás sean más débiles. Frente a la integración en la UE, él quiere imponer la “eurasianización” del continente. En esa tarea se ha empleado a fondo en la última década, sembrando la semilla de la desestabilización en distintos países y estratos de la sociedad occidental. Esa estrategia incendiaria –donde el uso de las nuevas tecnologías digitales actúa como principal combustible acelerante de las llamas– afloró en la elección de Trump, en el referéndum de salida del Reino Unido de la UE (el brexit) e, incluso, en la revuelta secesionista catalana de 2017. Snyder asegura que las elecciones estadounidenses de 2016 fueron “una guerra cibernética para destruir EE UU”. El historiador, experto de referencia en esas “tierras de sangre” que hay entre Varsovia y Moscú –donde el ser humano exprimió bien las miserias del siglo XX y cavó los grandes infiernos terrenales del Holocausto y el Holodomor– sostiene que la elección de Trump fue en realidad “una victoria de la oligarquía rusa”. Ellos financiaron a un promotor inmobiliario fracasado para presentarlo como un empresario de éxito y luego intervinieron directamente para respaldarlo.

La bomba atómica digital

En la batalla para coronar a Trump, la digitalización, el uso de las redes sociales, jugó un papel parecido al que ahora desempeñan los misiles rusos en el martirio de las ciudades ucranianas. Cada ordenador, cada teléfono móvil, se convierte en manos de Putin en una nueva arma de destrucción masiva. El régimen ruso, que ya en 2000 empezó a desarrollar un amplio entramado de unidades militares de piratas informáticos y de 'granjas de trolls' subcontratadas, supo ver con claridad el enorme potencial que tienen internet y las redes sociales para entrar, sin ser detectados, en la cabeza del enemigo al que se quiere destruir. Influir, no conquistar territorios. Invadir las conciencias. Ese es uno de los grandes frentes de combate del régimen ruso desde que la Rusia putinesca descubrió el filón digital, ya en la guerra de Chechenia (1999-2009). El propio diseño de las redes sociales jugaba a su favor.

Este “proyecto Manhattan” digital, la bomba atómica del siglo XXI, se la hicieron a Putin en Silicon Valley, California. Fue así:

El mundo cambió como nunca desde la invención de la imprenta cuando gigantes tecnológicos como Google o Facebook (que también incluye Instagram y WhatsApp) decidieron “monetizar” aquella promesa virginal que nos hicieron de desplegar una red que nos uniría a todos en amor y amistad. Y que nos permitiría encontrar al instante cualquier conocimiento que apeteciéramos.

Lo que inicialmente se presentaban como redes de amigos, autopistas hacia una nueva democracia horizontal global, o plataformas de búsqueda de información y sabiduría, se convirtieron en implacables aspiradoras globales de privacidad. Los datos succionados a la fuerza eran (son) procesados, adjudicándonos a cada uno un perfil concretísimo de cliente para luego poder enviarnos, persona a persona, los anuncios de esos productos que tanto hemos confesado apetecer, revelándonos con cada uno de nuestros clics. Google y Facebook se convirtieron en los más refinados buzoneadores de publicidad del planeta: solo ellos sabían qué folleto queríamos que nos metieran hasta el fondo del buzón.

Para que pudieran ordeñar tranquilamente las montañas de datos que voluntariamente entregábamos, los ingenieros de Silicon Valley necesitaban robarnos todo el tiempo posible de atención. Así que programaron a la gran máquina para que estimulase nuestras debilidades psicológicas, excitase nuestra dopamina para llevarnos con ansia a su pesebre y, en fin, crearon una adictiva droga hecha con bits. El panóptico digital nos mantenía (nos mantiene) enganchados mientras podía seguir vigilándonos tranquilamente para saber qué era lo que estábamos dispuestos a comprar. Los genios de Silicon Valley –“las mentes más brillantes de nuestra generación”, decían– sabían que al ser humano le gusta la gresca, las discusiones, los temas polémicos, hacer peña, sentar cátedra, hacerse el cuñao, rodearse de una tribu, poner al otro a parir y repartir zascas; sabían que también nos gustaban las mentiras o las verdades a medias si están bien contadas o aportaban soluciones sencillas a problemas complejos; sabían que nos chiflaban las teorías de la conspiración y soltar la ira a pacer. Así que programaron a los algoritmos para que dieran vuelo a todas esas toxicidades. Puestos a ganar dinero con este nuevo capitalismo de vigilancia, las empresas más capitalizadas del planeta crearon un arma letal para sus propias sociedades democráticas.

Los lobos

Y así es donde llega Putin con su botón nuclear digital. Solo había que soltar a los lobos por la red para que asustaran al rebaño y sembraran cizaña. Se calcula que el 20% de las conversaciones que se desarrollaron en Twitter en los meses previos a las elecciones que llevaron a Trump a la Presidencia fueron generadas automáticamente (bots). En Michigan o Winsconsin, dos estados clave para decidir quién llegaría a la Casa Blanca, los usuarios de las redes fueron bombardeados con mensajes alertando contra el terrorismo musulmán, lo que les empujaba a “cobijarse” bajo un trumpismo visceralmente antiislámico. La forma de influir era extraordinariamente refinada: los votantes proclives a votar a Trump recibían mensajes de apoyo a Hillary Clinton de páginas musulmanas.

Más datos de la ofensiva digital rusa pro Trump: Facebook cerró 5,8 millones de cuentas falsas antes de las elecciones de 2016, ese año se detectó 1 millón de páginas que generaban automáticamente “me gusta” en favor del candidato naranja; las llamadas “fábricas de trolls” rusas crearon 470 páginas de supuestas organizaciones estadounidenses que contribuían a la polarización de la sociedad estadounidense en favor de Trump. Snyder, de cuyo estudio proceden los datos anteriores, afirma con rotundidad: “En 2016, los estadounidenses estuvieron a merced de Rusia sin darse cuenta de lo que estaba pasando”. No lo sabían. Y este es un aspecto determinante en un planeta de analfabetos digitales enfrentados a una tecnología que funciona como una caja negra. Nadie sabe, ni puede saber, de dónde viene esa lluvia fina de mensajes interesados que empapa sus móviles. Los que saben lo llaman “ciencia de datos” (big data). Los que no sabemos creemos que es magia. Hay un Putin en nuestra cabeza y no lo sabemos.

La bomba atómica digital es incolora, inodora, insípida y disolvente de sociedades. En Estados Unidos ya conocen bien sus efectos: el asalto al Capitolio coronó una espiral de polarización que rompió la sociedad estadounidense.

El oso y la miel del conflicto

El referéndum del brexit de junio de 2016, meses antes de la elección de Trump, fue, según Snyder, “la señal de que una cibercampaña orquestada desde Moscú podía transformar la realidad”. Los mediáticos convencionales rusos para el exterior (la cadena de televisión RT y su agencia Sputnik) dieron una amplia cobertura al líder pro-brexit Nigel Farage y, por debajo, los trolls volvieron a socavar los cimientos del debate en las redes: se calcula que un tercio de las conversaciones en Twitter fueron generadas por bots y que el 90% de esos bots eran de origen ruso. Para muchos expertos, esa agitación digital “invisible” es la clave de la estrecha victoria de los partidarios de la salida, un 52% frente al 48% de partidarios del “Remain”.

Allí donde Estados Unidos o Europa muestran una debilidad acude presto el oso ruso a relamerse con la miel de la desestabilización. Más ejemplos. En las elecciones de Holanda de 2017 contaron los votos a mano para evitar la injerencia digital rusa. En el referéndum de Escocia en 2014 (donde finalmente se impuso al “no” a la independencia), el canal RT repetía que los escoceses perderían el Servicio de Salud y su selección de fútbol si se mantenían en el Reino Unido. Lo mismo ocurrió con el referéndum ilegal para la independencia de Cataluña. Mila Milosevich, investigadora senior del Instituto Elcano experta en asuntos rusos, indica que en septiembre de 2017, un mes antes del referéndum, se produjo un incremento del 2.000% de la actividad desinformativa rusa con respecto a Cataluña. Y de nuevo se vio esa combinación entre el relato que ofrecía el canal RT o la agencia Sputnik con el troleo masivo en las redes sociales. “La información más significativa divulgada por Twitter y Facebook procedía de Julian Assange y Edward Snowden, que se dedicaron a definir España como una 'república bananera', a argumentar que España está al borde de una guerra civil y a insistir en que se hizo un uso violento de la fuerza policial para impedir el derecho democrático a votar. Fue retuiteada y compartida en Facebook por trolls y bots”, advierte Milosevic en uno de los análisis del reconocido 'think tank' de política exterior.

No son anuncios, es una guerra

Es importante, subraya esta analista, entender que todas esta actividades no son simplemente campañas propagandísticas, sino que están concebidas como puras actividades bélicas. “La guerra de la información como estrategia militar está definida en la última Doctrina Militar de la Federación de Rusia, oficial desde 2014”, advertía ya Milosevich en uno de sus ensayos publicados al hilo de la ciber-intervención rusa en Cataluña en 2017. Y añadía: “Los occidentales no comprenden el pleno significado del concepto ruso de guerra de la información como un arma más y, sobre todo, se resisten aceptar que Rusia ya no es el ‘socio estratégico’, ni siquiera un adversario con quien se puede discrepar y llegar a acuerdos, sino un enemigo, en el sentido de que desea nuestra sumisión o destrucción”.

El otro punto de vista

La agitación rusa continuó durante la pandemia con la propagación de las teorías negacionistas del virus y de los posibles efectos secundarios de las vacunas de Pfizer o Moderna. Y en el terreno político se sustancia en un apoyo constante a los partidos de ultraderecha antieuropeísta y populistas, tal y como acaba de reconocer un informe de la Eurocámara. Amén de que Putin tampoco tiene escrúpulos a la hora de ordenar asesinatos de los disidentes exiliados.

Todo ello no sería tan efectivo sin el queroseno de las redes sociales, cierto. Pero hay otro elemento fundamental, el gran talón de Aquiles al que Putin envía todas sus flechas: la asentada creencia en Occidente de que la duda es buena, que la duda es lo que nos hace progresar; la trampa de la tolerancia: de que siempre hay que tener en cuenta otro punto de vista y que este, el que sea, es siempre respetable. En ese enfoque posmoderno de una realidad que es “interpretable” es donde muerde la Rusia de Putin para arrastrar a Occidente al mundo de peligrosas fantasías que hemos dado en llamar asépticamente 'posverdad'. En el mundo de Putin, como magistralmente alumbró Kellyanne Conway, asesora de Trump, son posibles los “hechos alternativos”. Por eso dice a su gente que está masacrando a los ucranianos para salvar a los ucranianos.

El principal ventilador mundial de falsedades rusas, hasta que Occidente le cortó el grifo de las emisiones con la invasión de Ucrania, fue la cadena de televisión RT, acrónimo de Russia Today. Estos son sus principios editoriales: denunciar que todo el mundo miente, que la verdad no existe o es discutible, que siempre se puede mostrar “un punto de vista alternativo”. Como dice la investigadora de Elcano Mila Milosevic, en el discurso que exportan los medios y los trolls de Putin “la verdad ha cedido a la verosimilitud”.

Esa es, muy probablemente, la piedra angular del gran conflicto que está marcando la segunda década del siglo XXI: esa demolición interesada de la realidad que está ejecutando Putin para mantener su régimen autoritario, pues el relato de la decadencia de un Occidente agresivo, nazi, drogadicto y homosexual no solo sirve para exportar enfrentamiento; de puertas adentro también enmascara las miserias de un régimen oligárquico y trata de demostrar a su población que, como dice Putin, Rusia está amenazada por un Occidente expansionista y degenerado. El derribo de la realidad es el núcleo de todo porque, como afirma Snyder, “el autoritarismo comienza cuando dejamos de poder ver la diferencia entre lo verdadero y lo atractivo”.

El error de Stalin

¿Y qué podemos hacer contra este inmenso quintacolumnismo ruso? De momento, parece que vamos perdiendo esta guerra mundial pues la frontera entre la verdad y la ficción cada día parece más desdibujada y la tecnología digital acelera y ahonda la aceptación de todo tipo de intoxicaciones interesadas. Queda la esperanza de que Putin, amamantado en el engaño por el KGB y el régimen soviético, haya cometido su último error al invadir Ucrania alimentado por sus propias mentiras (el pasado viernes volvió a repetir que entró en Ucrania para liberar a la población de un genocidio) y le ocurra lo mismo que le pasó a otro gran maestro del terror, el georgiano Iosif Stalin. Más de cien veces le advirtieron de que se avecinaba la invasión de la Alemania de Hitler, pero él creyó que todo era una provocación de la Inteligencia británica. Hasta que tuvo encima la guerra total de la “operación Barbarroja”. Ahí falló.

Pero también es verdad que fue Stalin el que entró en Berlín.

La importancia de saber qué quiere oír el pueblo

La ucraniana Krystina Pechena, experta en análisis de datos e integrante del consejo asesor de la Consejería de Ciencia del Principado de Asturias, vive estos días bajo la angustia de tener a parte de su familia bajo las bombas de Putin en Kiev o tratando de salir del país. Ha seguido con atención y ojo de experta la evolución de la guerra informativa que Rusia ha librado contra su país y contra Occidente en la última década. “Ya en 2014, cuando se quedó con Crimea, si hablabas con los rusos veías que en las escuelas estaban enseñando una determinada historia y que a través de los colegios y de los medios de comunicación estaban logrando que los rusos repitieran que aquello era suyo”, comenta. “Por aquella época empecé a ver que, casualmente, empezaron a surgir en Europa partidos extremistas, populismo radical, que, además, enseguida conseguían votos. Los rusos son muy buenos en analítica de datos, calibran muy bien qué mensajes se tienen que dar y a qué tipo de población para conseguir esos votos”.

Pechena se remonta al conflicto independentista catalán de 2017 para subrayar el dominio de la Rusia de Putin en el entorno digital. “Entonces, el día del referéndum, tecleabas en Google referencias a Cataluña y entre las primeras que aparecían eran medios de comunicación en castellano controlados por el Kremlin”. El interés ruso por este conflicto se sustentaba en este paralelismo: Cataluña era una suerte de nueva Crimea, que logró sacudirse las cadenas del Estado ucraniano. “Los rusos son muy buenos analizando los datos y si eres bueno en eso es fácil manipular la opinión del pueblo. Porque sabes qué tienes que decirle, a qué publico, en qué horario, quién es enemigo de quien...”, añade Pechena.